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Columna
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Apropiarse de la vida

Con toda la pompa necesaria para el buen éxito de la operación mediática, los laboratorios ACT de Massachusetts, en los EE UU, anunciaban al mundo la pasada semana que habían logrado clonar embriones humanos. Durante los días que siguieron a la proclama, las editoriales de todos los medios de prensa centraron su atención en el asunto, analizando las diferentes vertientes científicas, políticas, éticas o económicas del tema. Los tertulianos de las distintas emisoras de radio tuvieron que hacer un esfuerzo suplementario para documentarse y poder opinar sobre una cuestión tan complicada. Los informativos de televisión, en fin, abrían con la noticia que durante unos días debía de tener ocupado al mundo. Todo sucedió como había sido previsto por los promotores de la noticia

Poco ha importado que muy pronto se haya demostrado que la realidad era bien diferente: que el supuesto éxito logrado en la clonación de embriones humanos no era tal, que el experimento no había logrado sus objetivos. Todo ello apenas ha tenido eco en la opinión pública. Lo que verdaderamente importaba a ACT era provocar un debate en todo el mundo -el de las ventajas de la clonación terapéutica- por medio del cual situarse mejor en la carrera por controlar la investigación sobre un tema que puede reportar beneficios incalculables. Y ese objetivo lo han logrado con creces. Hoy, tras varios días de alboroto mediático, los gobiernos se algunos países se muestran más predispuestos que antes a permitir y/o favorecer la investigación privada sobre la clonación humana.

La lucha por convertir los conocimientos en mercancías no es, desde luego, algo nuevo. Con el avance de la industrialización las patentes han ido ocupando un lugar cada vez más importante en la actividad mercantil. Los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas se han ido convirtiendo paulatinamente en una creciente fuente de beneficios. Patentar el conocimiento, poner precio a la utilización de la innovación ha sido y es el principal argumento aducido para incentivar la investigación científico-técnica en el sector privado y justificar, al mismo tiempo, el menor esfuerzo público en esta materia. Pero ahora se trata de patentar la vida, de establecer por decreto la propiedad intelectual sobre algo que siempre ha existido -materia viva-, o sobre utilizaciones terapéuticas de la misma que pueden devolver la salud a las personas. Las empresas ya no se conforman con patentar las fregonas, las grapadoras o las bombillas de bajo consumo, elementos todos ellos destinados a hacernos la vida más fácil. Desde hace unos años han decidido apropiarse de las plantas, de las células, de los tejidos animales o humanos, convirtiéndose en administradores de la vida y la muerte.

Hace unos pocos días, la directora de la Fundación de Investigación de la Ciencia, Tecnología y Ecología de la India, Vandana Shiva, comentaba en Donostia, durante el congreso de Eusko Ikaskuntza, que la principal riqueza de los campesinos de todo el mundo -su conocimiento de la naturaleza y de las propiedades de los seres vivos- está siendo usurpado a marchas forzadas por las grandes empresas que tratan de apropiarse del mismo, patentando lo que durante siglos ha sido patrimonio de todos. La gente se ve abocada ahora a pagar por el uso de unos conocimientos que habían ido transmitiéndose de padres a hijos durante generaciones. Y aunque ése no es estrictamente el caso de la clonación humana, pues se trata de una propuesta técnica nueva, ésta se basa también en la idea de hacer negocio con la vida.

Desafortunadamente, tras el ruido organizado en días pasados, la ACT está más cerca de lograr su objetivo: conseguir que los gobiernos autoricen la clonación humana con fines terapéuticos por parte de empresas privadas, para que sean ellas las que puedan explotar los beneficios de este nuevo negocio. Un buen balance para unos pobres resultados.

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