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Ciencia, moral y respeto a la vida

Hace algún tiempo, y con motivo de la polémica suscitada por los experimentos con células madre (también llamadas estaminales) de origen embrionario, propuestos como posible terapia para la diabetes, escribía acerca de la necesaria reflexión ética que debe acompañar estos procesos.

La noticia de estos días de la clonación de un ser humano en EE UU nos devuelve a la misma situación. Sorprende la contradicción entre la inapelable declaración inicial en algunos medios de comunicación, del importantísimo avance en la ciencia que supuso dicho experimento, y el análisis detallado aparecido en alguna prensa escrita posteriormente en la que, poco más o menos, se leía que el experimento había sido declarado fallido por los propios autores.

De nuevo es importante llevar a la opinión pública criterios estables sobre la situación que se está viviendo en torno a estos avances científicos de profundísimo calado ético y moral. El argumento, demagógico por otra parte, de que la clonación terapéutica es distinta a la reproductiva, parece autodescalificarse casi desde su inicio pues pretende conducir al enjuiciamiento del hecho de la clonación, en función sólo de su intencionalidad.

Dicho de otra manera, es como si el martillazo en el dedo no me duele cuando lo propino con la intención de clavar un clavo para colgar un cuadro, y sí, y por tanto es reprobable, cuando pretendo autolesionarme. En la condena de la clonación humana, independientemente de su fin, parece que coinciden muchas voces, y de muy diverso origen, lo cual nos hace pensar que existe un alto nivel de consenso al respecto. La insistencia de los científicos en calificar estos resultados de avances importantísimos de la ciencia es adecuada, y no son los únicos que así piensan; sin embargo, este calificativo no es justificación suficiente para que, a cualquier precio, se siga investigando en esta línea.

Tanto la clonación de un embrión humano como la destrucción del mismo para obtener células madre, suponen una evidente falta de respeto al origen de la vida y a la vida misma. Argumentos del estilo de que sólo hay ser humano a partir de seis, ocho u ochenta mil células, y no desde el mismo momento de la unión de las dos células germinales, permiten sin ningún tipo de traba progresar en la argumentación y permitirnos considerar los nueve meses de vida intrauterina como el límite del origen del ser humano, o, en el caso de alguna discapacidad, incluso dotar de menor valor la vida de los paralíticos cerebrales, los ancianos, los enfermos terminales, y un interminable etcétera.

No se debe olvidar el enorme esfuerzo que científicos de la élite más elitista que se quiera considerar (este concepto de científicos de élite siempre me produce muchos quebraderos de cabeza), dedican al estudio de las células madre de origen adulto. Es cierto que estos experimentos son más costosos y que se presenta alguna dificultad para obtener las células en condiciones óptimas a partir de tejidos del adulto, pero ya se han obtenido resultados. Estas células madre están presentes hasta en el cerebro de los mamíferos adultos, en donde más veces se había dicho que no existían. En esas condiciones, el empeño en no progresar en esta dirección no se entiende bien, máxime cuando las autoridades americanas y europeas han anunciado que no subvencionarán con fondos públicos las investigaciones que supongan la clonación humana. Los eufemismos se suman, si no se multiplican, cuando se trata de estos temas y se habla de reproducción asistida o medicina regenerativa, y se tolera mal el término 'procreación', cuando este último término 'creación' se lo aplicamos con enorme facilidad a un artista y su obra. Afanarse en 'producir' seres humanos para obtener de ellos algunas células y los restos desestimarlos, no parece que sea el mejor camino para garantizar un futuro a las generaciones venideras.

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Francisco Javier Romero es profesor de Fisiología y vicerrector de Investigación y Desarrollo de la Universidad Cardenal Herrera CEU.

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