Invierno en Kandahar
Kandahar era, no hace tanto, una ciudad que muy pocos habrían sabido situar en el mapa. Ahora, por desgracia, nos la encontramos todos los días en las noticias que llegan sobre Afganistán. Pero si bien en la actualidad Kandahar se ha convertido en sinónimo de guerra, hubo un tiempo, allá por la movida década de 1970, en que el nombre de Kandahar era como una consigna secreta que se pasaban los hippies en su peregrinaje hacia el Oriente. Un libro de reciente publicación -Un invierno en Kandahar (Editorial Laertes), de Ana María Briongos- viene a recordarnos aquellos tiempos lejanos en que Kandahar era nada menos que un sinónimo de paraíso.
'En invierno Kandahar era una delicia', escribe Briongos en su libro, 'la ciudad ideal para echar el ancla. En Kabul nevaba y la temperatura llegaba a muchos grados bajo cero. En Kandahar no hacía frío cuando calentaba el sol, aunque convenía encender la estufa de leña al atardecer para mayor comodidad. En Kandahar el mundo occidental no había impuesto aún sus señas de identidad'. Y añade: 'Todo tiene en Kandahar el color del polvo y de la piel de los camellos, todo menos los turbantes, que suelen ser de colores suaves, como el azul turquesa o el rosa pastel'.
El libro 'Un invierno en Kandahar', de Ana María Briongos, trata del tiempo en que la ciudad afgana era sinónimo de paraíso
Ana María Briongos viajó por primera vez a Afganistán a finales de 1968, cuando era una estudiante de cuarto curso de Físicas en la Universidad de Barcelona. Cogió un barco hasta el Líbano y desde allí, en autobús, se propuso viajar hasta la India por la todavía poco frecuentada Autopista Número 1 del Hippismo. Siempre en busca de un paraíso que le permitiera olvidarse de sus problemas en Barcelona y encontrarse a sí misma. Al llegar a Afganistán, sin embargo, supo que no necesitaba continuar más allá. La India podía esperar 'En Oriente Medio pasabas por países obsesionados por la seguridad, con mucha policía y muchos soldados', recuerda Briongos. 'También en Irán. Era poco después de la Guerra de los Seis Días y cada dos por tres nos paraban el autobús para realizar registros y controles. Sin embargo, al llegar a Afganistán nos encontramos con unos funcionarios tranquilos que nos decían sonriendo que 'la prisa es un invento del diablo. A partir de allí todo era maravilloso, como en un cuento de Las mil y una noches. Me quedé aquel invierno en Kandahar y hasta la invasión soviética, en 1978, regresé todos los años a ver a mis amigos'.
En Afganistán, Briongos conoció a mucha gente: hippies colgados de una pipa de hachís, algún que otro yonqui, aventureros de paso y afganos afables. 'En Afganistán se habla pausadamente sobre una alfombra', escribe en su libro, 'se pregunta y se escucha, y el tiempo entonces importa poco'. Una amiga afgana, en Kandahar, le propuso un día que la acompañara al bazar. 'Para que no me incomodaran, me puse la burkha', recuerda Briongos. 'Es una sensación terrible; te sientes como un burro con orejeras. Cuando no te obligan y lo haces para ver qué se siente, puede ser curioso. Cuando te obligan es terrible. De todos modos, lo de la burkha no es algo impuesto por los talibanes. Antes de su llegada ya era así. Hay algunas mujeres occidentalizadas que sufren al llevarla, pero la mayoría no tienen conciencia de su situación. De todos modos, lo de la burkha no se solucionará levantando una ley, sino que es una cuestión de tradición que necesitará años para que la gente del país lo rechace. Ahora, sin embargo, las mujeres tienen una oportunidad única para estar presentes en las conversaciones sobre el futuro de Afganistán y para dar un paso adelante para reivindicar sus derechos'.
Cuando en las últimas semanas Briongos ve por televisión las imágenes de una guerra que está destruyendo Afganistán siente un intenso dolor. 'Hace más de 20 años que están en guerra y en todas las familias hay muertos y mutilados por las minas', comenta con pesar. 'Es una pena. Kandahar estaba cuando yo iba igual que hace mil años. Era como un pesebre precioso, con casas de adobe, azoteas con oberturas por las que entraba la luz, un bazar laberíntico, gente acogedora. Ahora, por lo que veo en televisión, sigue más o menos igual, pero es un pesebre distinto: un pesebre con ametralladoras'.
Ana María Briongos apunta en Un invierno en Kandahar que mientras Kandahar era entonces una ciudad soñada, Kabul era, en cambio, 'una ciudad fea, destartalada, con esos típicos edificios del Tercer Mundo que quieren parecer modernos y que se ven viejos y abandonados desde el primer día'. En Kabul, sin embargo, había ya a principios de la década de 1970 una vida social más agitada y, gracias a un inesperado trabajo en las oficinas de Air France, Briongos pudo entablar amistad con personajes destacados de la capital. 'Entre ellos estaba Fereidún, que era un joven encantador de la familia del Rey', recuerda. 'Gracias a él conocí más el país y pude viajar a sitios muy remotos. Ahora, sin embargo, vive en el exilio, como casi toda su familia. Algunos son taxistas, otros repartidores de leche. Se han colocado en lo que han podido. En Afganistán sólo quedan los que no pudieron huir. Y encima han de aguantar la guerra'.
Tras despedirme de Ana María Briongos, el azar me hace pasar ante un cine en el que proyectan una película llamada Kandahar. No sé resistirme a la tentación y entro a verla con la intención de atisbar, aunque sea mínimamente, aquel paraíso que encandiló a la autora de Un invierno en Kandahar. En el filme, sin embargo, no sale para nada la ciudad de Kandahar. Sólo hay una historia triste, unos paisajes desérticos, unos cuerpos mutilados, unas mujeres ocultas tras las burkhas, unas prótesis que se lanzan en paracaídas en una imagen propia de Buñuel. El nombre de Kandahar, definitivamente, ha dejado de ser un sinónimo de paraíso. La década de 1970 queda lejos y una palabra con resonancias de Las mil y una noches ha pasado a ser un sinónimo de guerra, dolor y muerte. Para recordar cómo era antes de la guerra, aún nos queda, por suerte, el libro de Ana María Briongos.
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