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Reportaje:ARQUITECTURA

Espíritus y espectros

Las columnas de luz propuestas para llenar el vacío de las Torres Gemelas quieren ser un símbolo de fuerza y esperanza, pero podrían percibirse como una presencia fantasmal que evoque las escenografías imperativas del Núremberg nazi. Al proyecto original de Paul Myoda y Julian LaVerdiere, dos artistas que pasaron seis meses en la planta 91 de la torre norte preparando una escultura luminosa, se han unido los arquitectos John Bennett y Gustavo Bonevardi.

Esperan ser espíritus, pero podrían devenir espectros. Las torres de luz diseñadas por artistas y arquitectos para proyectarse hacia el cielo desde los escombros de la zona cero constituyen un proyecto bienintencionado y benemérito, que aspira a llenar el vacío doloroso de las Torres Gemelas con un signo inmaterial de resurrección y resistencia. Sin embargo, esos dos gestos luminosos sobre el perfil de Manhattan traen inevitablemente a la memoria las escenografías de columnas de luz creadas para las grandes concentraciones de masas orquestadas por el partido nazi en Núremberg, y podrían arrastrar las connotaciones ominosas y fantasmales del poder totalitario. En un momento escindido entre el protagonismo del terror y la voluntad de seguridad, esos pilares de luz no son el mejor emblema de la fortaleza democrática y la solidez de las libertades públicas que constituyen el espíritu tenaz de unas sociedades amenazadas por el espectro abyecto del miedo.

La polémica sobre el futuro de la zona cero no es tan importante como la de las perspectivas de los rascacielos en el actual clima de obsesión por la seguridad

La idea fue alumbrada por dos artistas, Paul Myoda y Julian LaVerdiere, que habían pasado seis meses en la planta 91 de la torre norte del World Trade Center preparando una escultura luminosa destinada a montarse el año próximo en la antena del edificio. Conmovidos por la tragedia del 11-S, propusieron transformar su modesto proyecto bioluminiscente en una colosal instalación a la que llamaron Phantom Towers, dos piscinas de luz en la huella de las torres cuyo resplandor se elevaría sobre el perfil de Manhattan, y que The New York Times publicó el 23 de septiembre en la portada del suplemento dominical, dando a la propuesta una extraordinaria difusión. Al proyecto se sumaron enseguida dos arquitectos, John Bennett y Gustavo Bonevardi, que habían estado trabajando independientemente en la misma idea, y el resultado final han sido dos haces de luz blanca proyectados por generadores láser desde los muelles del Hudson, más o menos a la altura donde se levantaban las torres, pero alejados de su emplazamiento preciso para no interferir en las labores de desescombro de la zona cero: es esta propuesta, rebautizada como Towers of Light, la que actualmente discuten los neoyorquinos.

Para un europeo, la imagen de los reflectores construyendo solemnes arquitecturas verticales se asocia sin remedio con la Catedral de Luz levantada por Albert Speer en el Zeppelinfeld de Núremberg, una fantasmagórica y titánica instalación nocturna que empleaba una pléyade de focos paralelos apuntando al cielo para delimitar el escenario de los desfiles y concentraciones de hasta un millón de personas que constituían la parafernalia de los congresos del partido nazi alemán. Estas arquitecturas inmateriales y unánimes, como la música hipnótica y la coreografía de masas inspiradas en los montajes wagnerianos de Bayreuth, forman el núcleo de la concepción fascista de la política como espectáculo, y ese teatro grandioso que sustituye el diálogo por el pasmo ante lo sublime es hoy el vehículo predilecto de un mesianismo religioso o romántico que se sirve de los medios con deslumbrante destreza. Bin Laden usa los vídeos de Al Yazira como Hitler las películas de Leni Riefenstahl, y el truculento teatro del terror del saudí barre de las pantallas la cobertura embanderada y alfabética de la CNN o la Fox con sus fatigosas consignas patrióticas y sus narcóticos crawl telegráficos.

Los alemanes, que por motivos

evidentes poseen una especial sensibilidad ante los síntomas sociales que anuncian el incubamiento de la enfermedad totalitaria, se indignaron ya cuando las fiestas del tránsito de milenio propusieron para Berlín una escenografía luminosa que evocaba las celebraciones nazis, y han inaugurado ahora en Núremberg un centro de documentación y exposición que, bajo el título Fascinación y terror, busca precisamente explicar los mecanismos de propaganda y manipulación mediática utilizados por los nacionalsocialistas. El principal diseñador de esa estrategia de comunicación fue el autor de la Catedral de Luz, el arquitecto Albert Speer, en cuyo retórico y grave Palacio de Congresos se alberga el nuevo centro, proyectado por el austriaco Günther Domenig con geometrías fracturadas de vidrio y acero que aspiran a deconstruir la solemnidad perpendicular y severa del edificio del Tercer Reich. Pero los europeos fuimos rescatados de ese imperio inicuo por los norteamericanos, y sería una deplorable paradoja histórica que éstos eligieran expresar su fuerza y su determinación después del 11 de septiembre a través de instrumentos simbólicos contaminados por su empleo totalitario.

En todo caso, la polémica sobre el futuro de la zona cero, en la que han intervenido centenares de arquitectos neoyorquinos, no es tan importante como la que se ha abierto sobre las perspectivas de los rascacielos y los edificios emblemáticos en el actual clima de obsesión por la seguridad. Es verdad que, a medida que las cenizas se enfrían, algunos se atreven a decir en público lo que antes muchos musitaron, y así una voz tan autorizada como la de Harry Seidler -el arquitecto vienés afincado en Australia que ha proyectado alguno de los edificios más altos del planeta- ha recordado que la extraordinaria fragilidad del WTC tuvo origen en el incumplimiento por razones económicas de muchas medidas de seguridad, algo sólo posible porque el promotor y el supervisor del complejo eran el mismo organismo público: una vulnerabilidad que, como se ha sugerido, acaso pudo ser conocida por el Bin Laden que hizo su fortuna en la construcción o por el Mohamed Atta que estudió arquitectura. Estas denuncias específicas, sin embargo, no alivian apenas el creciente recelo ante la altura, por más que los arquitectos insistan en que renunciar a los rascacielos equivale a capitular ante el terror.

Mientras tanto, en la guerra de

McWorld contra la Yihad que está teniendo su primer episodio en Afganistán, Occidente golpea con un martillo contra un enjambre de avispas sin comprender aún la naturaleza de los nuevos conflictos y los nuevos enemigos, a los que quizá deberíamos procurar derrotar sin demonizar ni caracterizar como a villanos de cómic, perversos Lex Luthor o siniestros Darth Vader en posesión del lado oscuro de la fuerza. La destrucción de las Torres Gemelas fue un acto de violencia tan extremo y exacto que insensiblemente lo asociamos a una simulación virtual, o a una demolición de pureza simbólica tan escalofriante como la de los Budas de Bamiyán, olvidando el monstruoso asesinato de cinco mil personas, que nos afrentaría ver consideradas como daños colaterales del espectáculo de la política.

Acaso por ello, imaginábamos también la guerra afgana como un enfrentamiento que se libraría en el terreno inmaterial de las pantallas, y en el que los protagonistas serían bombas inteligentes lanzadas por aeronaves no tripuladas como los Predator, o por los cazas y bombarderos invisibles de la guerra del Golfo y las guerras balcánicas, el papirofléxico F-117 Nighthawk y el ondulante B-2 Spirit. Sin embargo, la entrada en Kabul sólo la han hecho finalmente posible las crueles bombas de fragmentación y las devastadoras Daisy Cutter, los crudos bombardeos en alfombra de unos B-52 que han alcanzado allí los 50 años de servicio, y el fuego demoledor del cañonero AC-130 Spectre, la versión artillada del veterano Hércules. Esperábamos una sutil guerra de espíritus, y hemos tenido una terrible guerra de espectros. Y ahora los fantasmas amenazan con levantarse en el corazón de Manhattan, evocando presencias ominosas. Siempre hemos temido y combatido a los otros: sería trágico descubrir que los otros somos nosotros mismos.

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