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Reportaje:

Viaje a la frontera manchega de Madrid

El Centro Cultural de la Villa expone un centenar de obras del pintor vallecano Cirilo Martínez Novillo

Si el paseante de la ciudad desea remansar su ánimo y conseguir un reencuentro placentero consigo mismo, tiene ahora una ocasión propicia para lograrlo. Sólo precisa disponer de una hora entre las diez de la mañana y las nueve de la noche, abrir su mente y, sobre todo, sus sentidos, a una delectación callada que le espera hasta el 13 de enero en la plaza de Colón, en el corazón mismo de la capital. Bajo la estatua de Cristóbal Colón, unas escaleras encaminarán al paseante hacia una galería donde el sonido de la cascada de la fuente que la entuba acentúa el silencio que le aguarda cuando acceda a la Sala de Exposiciones del Centro Cultural de la Villa de Madrid.

Adentro, un gran cartel anuncia: Martínez Novillo, Exposición antológica 1941/2000. El lema se refiere a un pintor de tal apellido y por nombre Cirilo, que se ha incorporado ya a la historia pictórica del Madrid del siglo XX. Miembro de la denominada Escuela de Vallecas, es un hombre octogenario, lúcido y lleno de energía, cuya fuerza reside en su mirada. Sus ojos son azules, muy azules, tanto, que parecieran dotarle de una balconada singularmente iluminada para observar y para hacer sentir a los demás, luego, el gozo que desde ellos percibe. Desde sus lienzos bañados de luz por el óleo resulta instantáneo viajar hasta los eriales teñidos de amarillo o los inmensos litorales de arena, para elevarse después hasta cielos infinitos de una Castilla, aún manchega, que todavía se abre de par en par en esos límites indefinidos, pero sorprendentes, donde Madrid deja de ser Madrid y se desvanece en trigales y horizontes.

'Cuando cruzo por esas tierras baldías que he pintado, me siento mal por haber sacado dinero a ese vacío'

Cirilo Martínez Novillo nació en el pueblo de Vallecas en 1921. Allí vivió con su familia en una casa de alquiler, cuya dueña pintaba pequeños cuadros por encargo. La fascinación por los pinceles y los colores le llevó a soñar, de muchacho, en convertirse en pintor. Su retina, según confiesa, ha conservado desde entonces mil formas, colores y volúmenes que a lo largo de su vida artística ha ido esparciendo poco a poco, cuidadosamente, como si fuera sembrando un manojo de semillas preciosas.

Su sueño aquel por la pintura comenzó a hacerse verdad cuando entró a formar parte de una escuela-taller de arte para muchachos, que, en 1936, tenía su sede en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en el número 13 de la calle de Alcalá. Fue allí donde Daniel Vázquez Díaz, el respetado maestro de pintores, lanzó a Cirilo Martínez Novillo su primer piropo: 'Tienes madera de artista', le dijo. 'Fue un buen empujón', admite ahora él.

Desde su piso de la calle de Hermosilla dialoga con una sonrisa entre compasiva, burlona y condescendiente, de esas con las que los pintores acostumbran escuchar las interpretaciones sobre sus lienzos. Su estudio se encuentra justo encima de un colegio. 'Me encanta oír a los chavales durante los juegos del recreo', asegura Martínez Novillo, que rememora su pasado artístico con un gozo tranquilo, aunque un punto descreído: 'Saber reconocida tu obra, como esta exposición en pleno Madrid, es algo que da cierta alegría', comenta. Un autorretrato firmado en 1947 le muestra con chaleco azul y corbata roja, pómulos angulosos y esa mirada escrutadora que le ha permitido, durante setenta años, viajar por entre colores y paisajes. En sus lienzos laten estilos tan diferentes como el ingenuo naïf de su óleo Pozo del Tío Raimundo, de 1947, entre lomas verdes y cielos azul pastel, hasta su Belinchón 1979-1980, una sinfonía de ocres y de volúmenes blancos donde un pueblo de Cuenca yace dormido en la mañana. 'Es el cuadro que más me gusta y el que más me costó hacer', confiesa. 'Lo sencillo es lo más dífícil de lograr en pintura', sentencia Martínez Novillo. Sus campos se asemejan a los de los yermos tan ensalzados por los escritores de la generación del 98.

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Por cierto, que en el Pozo del Tío Raimundo hay dos pequeñas figuras humanas sobre una loma. 'Somos Cirilo y yo el día que fuimos al cerro de los tres arbolillos a quemar nuestros primeros versos', dice hoy el abogado Antonio Escobar Burgos, propietario del óleo, recordando aquellos tiempos en los que el pintor compaginó los pinceles con la literatura.

¿No le parece que sus cuadros esconden también cierta apología de la miseria? 'A veces me produce arrepentimiento tanta descarnadura', responde. 'Cuando cruzo por esas tierras baldías que yo he pintado, me digo a mí mismo: 'Anda, que no le he sacado yo dinero a todo este vacío...', y me siento un poco mal'.

Eriales amarillos, cielos de nácar

De los lienzos de Cirilo Martínez Novillo lo primero que destaca es su vértigo por los primeros planos. 'Es una característica de mi pintura', señala. Tal desdén por lo inmediato transporta inexorablemente la mirada de quien contempla sus obras hacia un horizonte donde tierra y cielo libran un combate, imperceptible a veces, que en su pintura comba suavemente hacia abajo la línea por la que la lejanía se despliega. 'La curvatura de mis horizontes coincide con el movimiento de los brazos de un lado a otro del cuepo', explica el pintor madrileño. De aquella lid parece ser también expresión otra de las características de sus lienzos, sobre todo naturalezas muertas: una perenne y bien trabada disposición de formas y volúmenes, colores. 'Fue Vázquez Díaz quien me habló de la importancia de la composición equilibrada; por eso, en mis cuadros me cuido mucho de trenzar esa relación que les da peso y estructura', dice Martínez Novillo. Un rasgo más, siempre presente: 'No puedo rendirme ante el paisaje desnudo y, por ello, coloco casi siempre una pequeña figura humana en el horizonte'. Es hoy quizás ésta la concesión más realista de su pintura, en cuya gestación la admiración por Cèzanne desempeñó un papel acentuado por todos. Masas de colores amarilos, ocres, grises, en ocasiones malvas, bañan sus eriales y sus campos con una pátina de silencio que invita al recogimiento ensimismado. Bajo nubes de nácar que dejan en los cielos un rastro de plata y plomo, las inmensidades castellanas permiten al observador plantearse las grandes preguntas, aquellas cuyas respuestas la memoria y el futuro a todos nos deben.

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