El retorno de Peter Nichols
En los años setenta, el británico Peter Nichols era un autor de éxito, que estrenaba regularmente en Broadway y en el West End. Su obra más aclamada, A Day at the Death of Joe Egg (1967), se llevó al cine e incluso se representó en España: La más hermosa niña del mundo, que Ricardo Lucia dirigió en el Arniches, en 1974, con Julita Martínez y José María Prada. En los ochenta, misteriosamente, Nichols cayó en desgracia: sus obras dejaron de montarse. La década de los noventa fue, para él, 'la oscuridad, el olvido y la penuria económica'. Embarrancado en una prolongada depresión, sobrevivió escribiendo novelas, guiones para películas que no se rodaron y una autobiografía. Hasta que el año pasado comenzó la resurrección, de mano de Michael Grandage, el codirector, con Sam Mendes, de la Donmar Warehouse, una de las mejores 'salas independientes' de Londres: el revival de Passion Play (1981) devolvió al septuagenario Nichols su estatura de clásico. En la primavera de 2001, un nuevo montaje de Passion Play llegaba al off Broadway y giraba luego por Estados Unidos. El mes pasado tuvo lugar la reposición en Londres de Joe Egg en el New Ambassadors, con excelentes críticas, hasta el punto de que el próximo 5 de diciembre pasa al Comedy Theater, con el popular Eddie Izzard al frente del reparto, coincidiendo, por las mismas fechas, con Privates on Parade (1977), otra de sus piezas fundamentales, que Grandage monta, de nuevo, en la Donmar. Para su colega y discípulo Michael Frayn, autor de la exitosa Copenhaguen, 'Nichols siempre ha sido un autor peligroso: nunca se ha autocensurado, ha escrito con el corazón, y ha ido más lejos, en la elección de sus temas y en su desarrollo dramático, que cualquiera de nosotros. Naturalmente, ha pagado su precio'. Las obras de Nichols se mueven en la franja, escasamente transitada, que enlaza a Alan Ayckbourn con Dennis Potter: muy divertidas, muy inventivas y muy dolorosas. Características básicas: extrema intensidad de sentimientos, originalidad formal y alto riesgo temático, todo ello atravesado por un humor ácido y amargo, pero nunca cínico, y una sinceridad a prueba de bombas.
En Joe Egg, la obra que le catapultó a la fama, Nichols narra, en insólita clave de comedia negra, un hondo drama propio: el nacimiento de un bebé con parálisis cerebral. Sheila y Bri, los protagonistas, intentan escapar de su pesadilla cotidiana -ante la incomprensión de amigos y parientes- por la vía del humor salvaje, improvisando juegos y parodias ante su hija de 10 años, un vegetal inmovilizado en una silla de ruedas a la que apodan Joe Egg, mientras su matrimonio se desintegra a pasos agigantados bajo ese peso insostenible. La escena en la que Bri (interpretado, en su estreno, por Albert Finney) intenta acabar con los sufrimientos de su hija -en una pasmosa alquimia de horror, humor y ternura desesperada- es una de las más altas cotas del talento de Nichols y una muestra deslumbrante de su valentía: poquísimos dramaturgos se hubieran atrevido a tratar así una escena semejante.
Passion Play, su pieza más compleja (que está pidiendo a gritos una versión española), es un nuevo ejercicio de virtuosismo sobre el hundimiento de una pareja, víctima, en este caso, de un adulterio. Estrenada en 1981, fue eclipsada por Betrayal, de Pinter, y The Real Thing, de Tom Stoppard, que abordaban el mismo asunto, y ha tenido que esperar al espléndido revival de la Donmar para que se le hiciera justicia. En Passion Play, una depredadora veinteañera irrumpe en la ordenada existencia de una pareja madura. Una historia vieja como el mundo, pero que Nichols narra 'desdoblando' al matrimonio en sus respectivos álter egos: en escena confluyen, en un vertiginoso juego de espejos, un hombre y una mujer prisioneros de su hipocresía y su respetabilidad, y una 'segunda pareja', encarnación de sus deseos en libertad, que piensa en voz alta, que dice y hace todo lo que marido y esposa niegan y ocultan. Comedia esencialmente 'adulta', sin concesiones farsescas ni sentimentalismos, requiere lo que obtuvo en el West End y en Broadway: un director con metrónomo incorporado, un quinteto de actores dispuestos a bailar en la cuerda floja... y un público dispuesto a escuchar unas cuantas verdades incómodas.
Privates on Parade, el tercer
revival de Nichols, que, como decía antes, llegará a la Donmar Warehouse la próxima semana, es una de las comedias musicales (texto de Nichols, música de Dennis King) más inusuales del repertorio británico, pero con un referente obvio: Oh What a Lovely War, el mítico espectáculo de Joan Littlewood que, a principios de los sesenta, ofreció una visión antiheroica y burlesca de la Gran Guerra. Estrenada por la Royal Shakespeare en 1977, Privates on Parade se centra en otra experiencia autobiográfica de Peter Nichols: su participación, a finales de la Segunda Guerra Mundial, en el Combined Services Entertainment, una agrupación militar encargada de animar a las tropas con sketches humorísticos y actuaciones musicales. Con un humor vitriólico en la línea de M.A.S.H, la película de Altman, Privates on Parade se desarrolla en un acuartelamiento de la RAF en Malaisia, en 1948, jugando con el contraste entre las canciones de los visitantes, empapadas en nostalgia por un Reino Unido arcádico, y la caída del Imperio en su insensata voluntad colonial.
Dos obras en cartel después de un silencio de veinte años, y la noticia de que el National prepara, para la temporada próxima, un nuevo montaje de A Piece of the Mind (1988) protagonizada por Simon Russell Beale, el mejor Hamlet de los últimos años, pueden reavivar, sin duda, la guadianesca y deslumbrante carrera de Peter Nichols.
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