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Tribuna
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La guerra y la información

Es preciso admitirlo: cuando los cuatro periodistas asesinados en Afganistán esta misma semana todavía no han recibido sepultura, cuando el número de ellos caídos en ese conflicto llega ya a siete, esbozar una reflexión crítica acerca del tratamiento informativo que las primeras fases de la guerra en curso ha tenido entre nosotros puede resultar incómodo, puede parecer inoportuno y puede ser mal interpretado. Aun así, me arriesgaré, pues aplazar el comentario algunas semanas comporta el peligro de que la frágil memoria colectiva haya olvidado ya lo que leíamos o escuchábamos a finales de octubre. Por otra parte, nada más lejos de mi propósito que descalificar en bloque a enviados especiales y corresponsales de guerra, la inmensa mayoría de los cuales ejercen su difícil trabajo con la mayor seriedad y, además, jugándose la vida; no, lo que me inquieta son ciertos rasgos de la cultura periodístico-política dominante, y éstos -que son un fenómeno transversal, por encima de las personas concretas- se han manifestado mucho más a través de titulares, textos de redacción y artículos de análisis que en las crónicas transmitidas desde el escenario bélico.

Recapitulemos, pues. Desde el pasado 7 de octubre, y a lo largo de varias semanas, multitud de fuentes nos han dado a entender que las bombas lanzadas por la aviación norteamericana sobre Afganistán no sólo no eran inteligentes, eran estúpidas de remate, ya que parecían empeñadas en dañar exclusivamente a civiles indefensos, en destruir almacenes de comida, hospitales y otras instalaciones humanitarias, dejando intacto el poder militar talibán. A propósito de talibanes, éstos nos fueron descritos como combatientes fanáticos que desconocían el concepto de retirada, y más aún el de rendición; por todo ello, tomar Kabul era 'una quimera' (14 de octubre), las huestes del mulá Omar contaban con 'robustas posiciones de defensa en Kabul y Mazar' (1 de noviembre) y, todavía el 6 de noviembre, la guerra se hallaba 'en un pantano'. Eso, sin contar con que Bin Laden poseía, muy probablemente, el arma atómica...

En otro orden de cosas, se ha dado abundante pábulo a la idea de que Pakistán era un polvorín islamista al que cada nueva jornada de la Operación Libertad Duradera ponía en riesgo de estallar; para corroborarlo, bastaban 20 barbudos gritando '¡muerte a América!' en una calle de Quetta o Peshawar ante 30 camarógrafos occidentales que pondrían esa imagen en portada de todos los medios. Se ha repetido también que el Gobierno de Islamabad tenía poder de veto sobre el futuro de la política afgana; o, ya en fechas más recientes, se ha presentado a la Alianza del Norte como un simple peón de Washington al que Bush 'ordenaba' no tomar Kabul.

Y bien, hoy que la mayor parte de Afganistán está ya libre de talibanes, hemos podido comprobar la notable precisión y la gran eficacia de muchas de las bombas norteamericanas, sin que ello excluya los errores y las víctimas civiles inherentes a toda guerra, y hemos verificado la endeblez organizativa de la milicia fundamentalista y el carácter legendario de sus formidables defensas y fortines, y hemos visto cómo en Pakistán se esfumaban tanto el influjo del Gobierno sobre los asuntos afganos como el fervor protalibán de la calle, porque la derrota siempre es huérfana y, además, carece de parientes... En cuanto a la Alianza del Norte, queda claro que obedecer a Bush no es precisamente su especialidad.

Pero peores que los errores de apreciación, los excesos de credulidad y el abuso de los tópicos han sido -recojo ambos conceptos del lúcido ensayo de Daniele Conversi La desintegració de Iugoslàvia, Editorial Afers, Catarroja, 2000- el relativismo moral y la equidistancia con que tantos comentaristas y analistas han abordado el conflicto: esa idea explícita o tácita de que los talibanes han sido nefastos, sí, pero los muyahidin de la Alianza son apenas mejores y, en cuanto a los norteamericanos, sólo saben destruir a bombazos un país indefenso; esa tentación de la simetría entre Bin Laden, el fanático iluminado, y George Bush, el sheriff sangriento. Para ejemplo, el artículo Cómo ayudar a los terroristas, publicado en EL PAÍS del 13 de noviembre por el periodista alemán Rudolf Augstein: Hiroshima y Nagasaki frente a las Torres Gemelas, el Afganistán inconquistable y tumba de imperios, el orgullo y la sed de venganza de Washington como fomentadores de más terrorismo...

Frente a tales asertos, permítanme recurrir a una analogía histórica. Entre 1940 y 1942 el Tercer Reich hitleriano dominaba, con sus aliados y satélites, casi toda Europa; poseía un vasto apoyo civil y un formidable aparato militar altamente fanatizado, grandes recursos económicos, un enorme potencial científico y tecnológico, y una falta absoluta de escrúpulos morales. Por su parte, quienes le combatían no eran perfectos: ¡cuántas injusticias y crímenes no llevaba sobre sus espaldas el Imperio Británico, cuántas víctimas inocentes no provocaron las actividades de la resistencia europea, cuántos millones de muertos no ensangrentaban la dictadura soviética! En esas circunstancias, ¿qué debieron hacer Churchill, De Gaulle o Tito? Abrumados por la fuerza del enemigo, ¿pedir la paz? Espantados ante los daños colaterales que causaría la lucha, ¿capitular? Atormentados por los errores propios que habían engordado al monstruo nazi, ¿rendirse? Si las gentes decentes de Europa en 1940 hubiesen razonado como algunos de sus descendientes razonan en otoño de 2001, hoy gobernaría el continente un hijo de Goebbels, o tal vez de Himmler, desde el nuevo Berlín diseñado por Albert Speer, y todos nosotros marcaríamos el paso de la oca.

r.

Joan B. Culla i Clarà es historiado

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