Tendiendo puentes sobre el río Kwai
Algunos socialistas se han brindado en estos días a tender puentes entre el PNV y el PP. Siempre me resultan entrañables estas buenas gentes que, movidas por su altruismo, se dedican a construir puentes ajenos. Me sucede desde que a los doce años me emocioné por primera vez con Alec Guinness sobre el río Kwai. No me gustaban nada aquellos japoneses que maltrataban a sus prisioneros y les castigaban encerrándoles en un zulo. Por el contrario, el coronel Nicholson me parecía muy valiente porque no se arrugaba ante ellos.
Me impresionó sobre todo verle salir de aquel agujero con el cuerpo tambaleante, pero dominando el espacio desde la estatura reforzada por la altivez de su mirada. Y en ese momento, cuando les había vencido a todos con la fuerza indomable de su espíritu, decidía darles una lección, construyendo el puente que los japoneses nunca hubieran podido concluir: un sólido puente para demostrar la superioridad de los soldados británicos respecto de la barbarie nipona.
Algunos socialistas quieren tender puentes para que se una la derecha: qué fuerte
Pero entonces llegaba William Holden -el chico de la película- empeñado en destruir el dichoso puente. Aquí mi admiración cambió de personaje. Porque el chico era guapo, simpático y musculoso, aunque fuera un poco canalla y tramposillo. Pero es que lo suyo era hacer el amor y no la guerra. Y, a pesar de todo, ahí estaba con la cara tiznada, dispuesto a dinamitar la ilusión del coronel.
Salí del cine con mala conciencia hacia el trágico personaje de Alec Guinness y quizás por ello me esforcé en ensalzarle ante mi padre. Seguro que él se había enfrentado a situaciones parecidas. Pero mi padre no sentía admiración por el coronel Nicholson. Me explicó que aquel puente sobre el río Kwai no era un puente cualquiera, porque iba a servir para trasladar municiones y tropas al frente. Y que, en definitiva, el coronel estaba ayudando al enemigo a ganar la guerra.
'Pero él resistió a pesar de todo el daño que le hacían', repliqué. 'Estás hablando de su dignidad', -me contestó mi padre. Es cierto que la dignidad es una gran virtud que nos permite seguir reconociéndonos como personas aún después de recibir escarnios y humillaciones. Pero ninguna virtud soporta los excesos. La aparente dignidad del coronel quizás no era más que soberbia de alguien que se cree superior a los demás. O, quizás, sólo era la forma en que intentaba ocultar su desconcierto ante los efectos del mal en su propia persona.
Reconozco que en aquel momento no entendí demasiado sus palabras. Pero la película se me quedó grabada en el alma. Cuantas veces la he visto desde entonces ha vuelto a emocionarme; y aquellas palabras de mi padre, o las que yo puse en su lugar al hacerlas mías, vuelven a cobrar sentido.
También últimamente, cuando se habla tanto, y con tanto motivo, de la dignidad de las víctimas, me vuelve a la memoria el rostro blanquecino y deshidratado de Alec Guinness al salir del zulo. Con su dignidad intacta, pero desconcertado tras haber cruzado su mirada con la Bestia.
Cuando te ves sorprendido por la eficacia de la violencia desnuda, puedes ser tentado de huir hacia delante. Y de ofrecer ayudas que nadie te ha pedido. Como esos socialistas preocupados en sacar brillo a la casa del vecino, cuando en la suya queda tanto por barrer. Buscando una misión que dé sentido a su existencia, la descubren en la construcción de puentes. ¿Y para qué? Para que se una la derecha. Qué fuerte.
Pero además, están profundamente equivocados. Ni el PNV ni el Partido Popular necesitan puentes que les aproximen. Ambos saben que lo que les separa no es un simple abismo, sino el pacto de Lizarra por el que el nacionalismo se propuso desembarazarse del Estado constituido.
Si alguien quiere ayudar al PNV a construir sus puentes, que no se engañe. El único puente que ellos desean es el que les acerque a sus hijos descarriados. El puente que permitiría a ETA declarar una nueva tregua para avanzar todos los abertzales unidos hacia su propio Estado independiente. Éste sí que es el verdadero puente sobre el río Kway. Que conduciría a nuestros talibanes a asegurar el poder que ya ostentan, eliminando todo foco de disidencia política y social.
Pobre coronel Nicholson, tan digno y tan estúpido. Yo me quedo con William Holden, besándose con la enfermera mientras puede. Y si no hay otro remedio, mojándose en el río, porque no ha perdido la capacidad de distinguir a sus amigos de sus enemigos.
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