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Anomalías

'¿Sabéis qué es la soledad en un país que se celebra a sí mismo, que vive en la efervescencia de su incesante delirio?' (Imre Kertész)

No resulta fácil digerir la noticia de haber sido objeto de atención y seguimiento por parte de un comando terrorista. A pesar de ser consciente de que el compromiso en la defensa de los valores cívicos fundamentales no causa gran entusiasmo entre muchos de nuestros conciudadanos, la respuesta que se espera de ellos ante situaciones de esta gravedad suele superar, desgraciadamente, lo que la cruda realidad permite constatar.

La palabra solidaridad ha sido pronunciada hasta la extenuación desde los ámbitos de poder de este País Vasco teñido de sangre. Está muy bien y conviene que se repita sin olvido, pero sobre todas las cosas es preciso que dicho concepto se encarne en actuaciones concretas. Toda persona amenazada, perseguida, toda víctima que viva en un pueblo como el mío, municipio de treinta mil habitantes que ha albergado durante largos años a quienes hemos conocido recientemente nuestra condición de 'eliminables' y a quienes informaban de nuestros pasos gestores del crimen que tienen nombres y apellidos, se hace una cabal idea del grado de apoyo y solidaridad con el que cuenta. Durante el cálido fin de semana posterior a la desarticulación del comando, ningún convecino osó dirigirme la menor palabra de apoyo en público; en todo caso, alguna palmadita en la espalda con mirada circunspecta y la boca bien cerrada. Nadie aparentaba saber nada; sin embargo, eran patentes las trayectorias desviadas de muchos ojos circundantes. Que ocurra aquello que es sociológicamente imposible en una ciudad gobernada por el partido socialista y con mayoría municipal aplastantemente democrática, que la víctima se convierta en lo anómalo, es extraordinariamente preocupante. Pero pasa, y de qué manera, ¡como para no imaginarse lo que ocurrirá en un pequeño pueblo gobernado por los radicales! Sé de concejales que han llorado de indignación e incredulidad por no haber recibido las necesarias muestras de cariño, ni siquiera incluso de gente considerada afín a sus criterios políticos. Ni que decir tiene, entonces, que la actitud solidaria de los diferentes políticos municipales, diputados y militantes del nacionalismo democrático ha sido en mi caso particularmente inexistente: ni en privado ni en público. Lo mismo cabe reseñar de los no pocos conocidos y 'amigos' instalados en la seguridad de unos cargos institucionales o de unos negocios supuestamente 'blindados' gracias a los resultados de las últimas elecciones. Recomiendo a quienes pasen por idéntico trance enviarles recuerdos a través de otras personas, pues es ésta la única manera segura de que por lo menos piensen en nosotros por una fracción de segundo. Siendo normal recibir noticias de algún irritado nacionalista para quejarse por cierto artículo de opinión, es prácticamente imposible, siendo ciudadano de a pie, cosechar un abrazo telefónico de semejantes colegas en la lucha contra el terrorismo. Y es que uno es pequeño e insignificante, no ostenta cargo público alguno, no maneja hilos de relevancia social y económica, no deja de ser un simple profesor universitario.

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¡Ay, la Universidad! Responsables de varias facultades ya han recibido quejas de algún 'compañero' que protesta por la presencia en el centro de algunos docentes que, dadas sus convicciones contrarias al totalitarismo abertzale, ponen en peligro la vida de todos los seres que por allí circulan. 'Algún día puede pasar algo y pillarnos a todos'. Parece ser que el hecho de que nos pille a algunos reputados contestatarios y amigos de meternos en líos no es problema, siempre y cuando nos afecte sólo a nosotros. Estimados compañeros que compartían mesa y mantel semanal con dicharacheras y radicales opiniones contra el entorno batasuno han desaparecido tras el alto el fuego de ETA como por ensalmo. Existen también los que saludan escuetamente y habitan en el reino del riguroso concepto, con convicciones elaboradísimas sobre la conveniencia de una deserción que hace tiempo practican. Además, dado su fino olfato analítico, algunos de ellos ya vieron y denunciaron, en días que califican como más peligrosos, el horror de ETA, y otros, en cambio, somos simples paracaidistas de última hora en busca de prebendas innombrables. Luego están los del saludo amable y la conversación banal que jamás aborda temas delicados, felicitan los años, los nacimientos, las pascuas y el nuevo milenio, sienten enormemente la defunción natural de nuestros allegados, pero rarísimamente se pronuncian ante la extorsión, las amenazas y el asesinato político. Otros son los de convicciones tan profundas como infernales, fascinados por la radicalidad, los que viven el estado de sitio del vasco comprometido con sus ancestros, los que aseguran no saber qué será de nosotros sin la luz guía de ETA, quienes indagan la esencia de nuestros cromosomas irrepetibles, rumiantes de los eternos agravios que se solidarizan con las causas más variopintas de gentes de remotísimos lugares y así venden por doquier el fascismo vasco, el crimen como sano ingrediente de la vida, cual lucha de liberación sin igual. Abundan también los comprometidos de boquilla, los que transitan por el fino alambre de la equidistancia, dando palos verbales ora aquí, ora allá, como si fuera semejante ser activista de ETA o ser defensor de los valores constitucionales. Finalmente, están los solidarios, los que denuncian sin cortapisas la falta de libertad de muchos conciudadanos y dan la cara, singulares especímenes que por su sentido común y la obviedad de sus reivindicaciones parecen emanados por reproducción asistida.

¡Necesitamos la paz!, dice el lehendakari. Necesitamos un país habitable, decimos otros. No la paz del acatamiento general al nacionalismo, sino el país de la concordia y la convivencia no exenta de las lógicas discrepancias. Para ello conviene delimitar claramente a los verdaderos enemigos, los fanáticos, y no alimentarlos con vanas esperanzas. Pero mientras el nacionalismo siga regurgitando el pasto aranista, mientras no revise críticamente su caduca doctrina, mientras sienta lo vasco como algo exclusivo de su ideario, el terrorismo subsistirá. Se seguirá, por tanto, discriminando escandalosamente a la mitad de la ciudadanía.

Pero hay otro elemento clave: la educación en los valores cívicos y en el respeto a la ley. De esto, en nuestras escuelas, muy poco o nada. Nuestros jóvenes están aturdidos, con una considerable empanada mental fruto de la dejación y la consiguiente seducción por todo lo antisistema, siempre y cuando la juerga y el frigorífico lleno estén garantizados. Existen excepciones, como es natural, pero son fruto, sobre todo, de una labor familiar encomiable que hay que potenciar. ¿Cómo? Vuelvo otra vez, cual pescadilla que se muerde la cola, al asunto inicial: la solidaridad con las víctimas. Si nuestros hijos perciben esto en casa cambiará la calle, cambiará el país, desaparecerá ETA. Que sepan nuestros conciudadanos y vecinos, la mayoría de los cuales no son, ni mucho menos, cobardes, sino gentes conmocionadas por la asfixia ambiental del terrorismo, que las víctimas necesitan calor humano, que los saludos, abrazos y sonrisas amables no les incomodan, sino que les animan en su camino. Que apoyarles, un simple 'estoy contigo', no implica comulgar con sus ideas políticas, sino defender lo básico: el derecho a la vida y a la libertad. Si un amenazado recibe doscientas llamadas de apoyo al día, este 'engorro' siempre es mejor que la mendicante espera de una voz amiga. Es fácil comprenderlo, basta ponerse mentalmente durante un minuto en su lugar. Que sepan también que la manera de vencer el miedo y el desánimo es mostrar que somos más y mejores, que no se puede convertir en anómalo al perseguido, pues es ésta la manera de potenciar esa falsa y criminal anomalía. No es posible convivir con el crimen sin rebelarse, pues éste se abrirá paso, tarde o temprano, hasta nuestra puerta, y entonces será tarde. Que vean en nuestras calles los partidarios de la violencia que las simpatías no están con ellos, que cualquier justificación del asesinato no puede tener la callada por respuesta, que la convivencia no es gratis, que exige unos principios inquebrantables.

Todo esto, las gentes de bien de Euskadi, ya lo saben, sólo falta que tomen conciencia de ello; dicho de otro modo: que no supone ninguna 'victoria' el convencimiento de no pertenecer al grueso de potenciales víctimas, pues la clave contra esta limpieza ideológica en curso reside en pasar de ser observador a tomar decisiones responsables para erradicar tanta anomalía.

Mikel Iriondo es profesor de Filosofía de la Universidad del País Vasco.

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