Los hombres: manual de uso
Todos los hombres listos que he conocido o sobre los que he leído han tenido a una mujer para cada cosa. Miren a Victor Hugo, con sus esposas legales y su plétora infinita de amantes; miren a André Breton, cuya idea de amour fou no excluyó jamás la existencia de grandes amores platónicos y no platónicos como los que manifestó al final de su vida por Nelly Kaplan y Joyce Mansour. Luego aparecen ejemplos menos poéticos, con una multiplicidad más descarada, como los de Picasso o François Mitterrand, y luego están los ejemplos marxistas, cuya estricta moralidad teórica no era óbice para llevar una doble o triple vida: recuerden al propio Marx y a Bertolt Brecht, algunas de cuyas amantes, ahora se ha sabido, contribuyeron a redactar más de una de sus obras, sin que nunca el dramaturgo les diera las gracias. Y ahora, leyendo la documentada y voluminosa biografía de Jacques Lacan, escrita por Elisabeth Roudinesco, me entero de que el guru del psicoanálisis le participa encantado a su mujer legal, Malou Blondin, ella misma embarazada (de él) de ocho meses,que va a ser felizmente padre de un hijo de Sylvia Bataille, su nueva amante. Uno de sus amigos, Georges Bernier, diría que Lacan 'poseía una sangre fría admirable con las historias de mujeres'. A cualquier cosa le llaman los hombres, me digo a mí misma, 'sangre fría'.
¿No sería hora de que las mujeres devolvieran el trato recibido por los hombres?
Pero la verdad es que yo no sé por qué las mujeres no hacemos lo mismo. Incluso me pregunto si no podríamos mejorar este esquema aprovechando que, según Louis Aragon, las mujeres somos el futuro del hombre. La moral sincera y honrada de la progresía de la década de 1970 no sirvió realmente para mucho, pues ellas seguían siendo unas explotadas, sólo que por hombres sin corbata y con collarcitos al cuello. A ello siguió una generación de mujeres perfectas a las que cuanto más miro, más compadezco. Guapas, trabajadoras y atentas, llevan adelante una casa, unos hijos y un marido, un trabajo y hasta una intensa vida social. Sólo de pensarlo ya me da el estrés. Lo peor de la situación es que ellas aún no se han dado cuenta de que en realidad obedecen a un impulso masoquista (que Freud ya detectó con gran olfato) e incluso creen, las muy inocentes, que aún podrían hacerlo mejor. Entonces, tras 20 años de hacer de esposas y madres, de secretarias y amantes, se encuentran con que el marido bebe los vientos tras una grupa más joven.
Las soluciones a esta lamentable e inevitable coyuntura sólo son dos: o pasar totalmente de los hombres -un sentimiento cada vez más extendido, pero que se me antoja un poquitito deprimente- o utilizarlos exactamente como ellos nos utilizan a nosotras.Claro está que nunca será en los mismos términos, porque hay un abismo entre lo que quiere el uno y el otro sexo, pero al menos se superará dialécticamente esta situación tan desigual.
Yo propongo echar una mirada atrás y aprender del sabio siglo de las luces, en donde las hábiles cortesanas detentaban un gran poder indirecto gracias a la manipulación del otro sexo. Los hombres eran peones en un juego de altos vuelos en el que ellas creaban salones literarios, influían en la política interior y exterior y tejían los hilos de complicadas estrategias. Y también tenían un hombre para cada cosa: un marido para mantenerlas, un amante o varios para distraerlas, un confesor para hablar de asuntos espirituales o complotar en este mundo terrenal y, last but not least, hasta un criado para llevarles los paquetes. Exactamente lo mismo que hacen ellos.
Victoria Combalía es crítica de arte.
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