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Crónica:EL DOLOR Y SUS NOMBRES
Crónica
Texto informativo con interpretación

La construcción del sufrimiento

El dolor siempre ha estado con nosotros, pero no siempre como un objeto de atención científica. Aunque los seres humanos no poseen en exclusividad la capacidad de sufrir, la ausencia de esta prerrogativa ha sido considerada desde antiguo como un discriminador del grado de humanidad. Por eso la falta de respuesta ante el dolor se tomó como evidencia de la presencia del Maligno, de prácticas de hechicería durante los procesos inquisitoriales de la Contrarreforma o como uno de los síntomas más propios de la enfermedad mental durante el mundo Ilustrado. La ausencia del dolor se equiparaba con la carencia de humanidad o con la presencia, como en el caso de la histeria, de alguna forma de locura.

Algunos filósofos del lenguaje y de la mente siguen tratando esa sensación o emoción como un ejemplo privilegiado de la experiencia subjetiva consciente

Pero el carácter universal del dolor no debe confundirse con su aparición como objeto de la ciencia y ni siquiera como objeto de interés científico. Aunque no faltan reflexiones sobre la naturaleza del dolor o sobre los recursos disponibles para aliviarlo, la historia de la medicina lo ha presentado, hasta épocas muy recientes, como signo de una enfermedad o evidencia de una lesión. A lo más, fue protagonista en los experimentos de vivisección que rodearon el estudio de las funciones vitales a principios del siglo XIX. Este carácter instrumental pervivió incluso después del desarrollo de la anestesia, durante la década de 1840, cuando se incrementaron las presiones encaminadas a defender la necesidad de preservar el dolor como signo de la maternidad o como evidencia de la hombría. Después de los grandes descubrimientos del siglo XIX -la primera intervención con éter en 1846, la síntesis de la morfina en 1817 o la elaboración de la aspirina en 1899-, la ciencia estableció una nueva frontera entre el dolor, el poder y el conocimiento. Por eso los anestesistas gustaban representarse a sí mismos a los pies de la cama de una mujer joven, adormecida y, por supuesto, desnuda.

Aunque la historia de las teorías del dolor es tan antigua como los tratados sobre sensaciones, la progresiva centralidad del dolor no proviene de los avances teóricos, sino de la formación, durante la segunda mitad del siglo XX, de nuevas comunidades profesionales ligadas a su tratamiento. Solamente en Inglaterra, se pasó de la ausencia de subespecialidades del dolor en 1950 a tener más de doscientos centros a finales de la década de 1980. En 1967 se fundaba la Intractable Pain Society -la Sociedad de Dolor Incurable- que contaba con unos cuatrocientos miembros, la mayoría anestesistas, a finales de los años ochenta. Igualmente notable fue la creación de la revista Pain como parte de la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor. La mayor parte de las nuevas clínicas del dolor se crearon como respuesta al sufrimiento asociado al cáncer terminal y posteriormente a dolores crónicos de naturaleza inespecífica como los miembros fantasma o las neuralgias faciales. Los enigmas del dolor se generaban desde el momento en que no era posible establecer una relación constante entre dolor y lesión. Contra las viejas teorías de la especificidad de funciones se señalaban casos de lesiones sin dolor, como la anestesia congénita o episódica, y casos, muchos, demasiados, de dolor sin lesión reconocible. Las teorías de Wall y Melzack sobre los mecanismos del dolor se desarrollaron, durante la década de 1960, para dar cuenta de estas anomalías y legitimar la formación de una disciplina médica -la 'medicina del dolor'-.

El dolor o, más específicamente

, algunas formas de dolor se han transformado en una enfermedad en sí misma. A su valor en el diagnóstico se ha sumado la circunstancia de que en ocasiones el dolor no desaparece una vez que su causa inmediata ha sido subsanada o, lo que es peor, se desconoce la causa que lo genera o los procedimientos terapéuticos necesarios para mitigarlo. La referencia más significativa en torno a esta reconceptualización del dolor fue el libro del anestesista norteamericano John J. Bonica, The Management of Pain, publicado en 1953, y que se tradujo al castellano como El tratamiento del dolor. La expresión 'Pain Clinic', que introdujo el propio Bonica, implicaba un esfuerzo colectivo por transformar el dolor privado en un asunto de responsabilidad pública, en una práctica médica susceptible de tratar el sufrimiento como un objeto de atención primaria.

John Bonica no fue el primero. El cirujano francés René Leriche también había reivindicado a comienzos del siglo XX que el cuidado del dolor seguía siendo la principal obligación, el principal objetivo del arte médico. 'Hay que abandonar la falsa idea de un dolor necesario', escribía Leriche. Ambos coincidían en haber desarrollado su carrera profesional en torno a los campos de heridos del Pacífico sur, en el caso de Bonica, o de los hospitales militares de la Gran Guerra. A partir de estos estudios comenzó a diluirse la frontera que separaba el dolor físico del sufrimiento psíquico. Ya no cabría decir que el dolor fuera principalmente una sensación, como habían pretendido los fisiólogos, o una emoción, como habían pretendido los psicólogos. Por eso la asociación internacional lo define como una 'experiencia emocional o sensorial asociada con una lesión, o que se describe en términos de esa lesión'.

Este cambio de definición es el resultado de la elaboración de una entidad compleja con una triple esfera de competencia: por una parte, una dimensión fisiológica; por la otra, un ámbito psicológico y, por último, una impronta social. La formación de este objeto de estudio y tratamiento ha conducido a la creación de una comunidad -el enfermo de dolor crónico- que se ha descrito como la gran epidemia del siglo XX. La conexión, presente desde el Filoctetes de Sófocles, entre el dolor físico y la identidad personal ha dado paso a una política, todavía insuficiente, de responsabilidad pública en torno a un nuevo tipo de enfermo, cuyo dolor ya no le pertenece por entero, sino que forma parte de una casuística que requiere tratamientos y cuidados.

Muy a pesar de su carácter social, algunos filósofos del lenguaje y de la mente siguen tratando esta sensación o emoción como un ejemplo privilegiado de la experiencia subjetiva consciente. Mientras muchos hombres y mujeres se consumen con la única esperanza de encontrar no ya una explicación, sino un remedio, o un alivio pasajero que los rescate provisionalmente de su infierno, algunos iluminados discuten con vehemencia asuntos tan esotéricos como si los ordenadores pueden sentir dolor. En esto los filósofos no hacen sino resucitar la vieja conexión entre el dolor y el conocimiento con la que pretendieron sustituir la conjunción, todavía más aborrecible, entre el dolor y la salvación. En un país donde todavía se cita en las iglesias que dichosos los que sufren (Mateo, 25, 4-5), la carga de la prueba debería estar de parte de quien pretendiera hacernos creer que el dolor no está socialmente mediado y que no se trata, en consecuencia, de un fenómeno público que demanda una urgente corresponsabilidad social.

Javier Moscoso es profesor de Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Murcia y autor del ensayo La medida del dolor.

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