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Columna
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Oídos sordos

Hablemos: escribamos más artículos, debatamos más teorías, pidamos más concordia. A la postre, lo único que quedan son los hechos. Enfrentemos, por tanto, los hechos.

Ha muerto otra persona, un juez en este caso, se le ha condenado al silencio eterno, y mientras tanto se continúa pidiendo diálogo, y palabras de paz, y posiblemente se inicien interminables debates y más y más sonidos ocultarán los hechos: a una persona, profesor en mi antigua universidad, se le ha negado la oportunidad de una vida corriente, la fecha correcta de su muerte. Ya no hay remedio, se ha vulnerado una vez más el orden, y queda pagar por ello. A los asesinos, a las víctimas y sus familiares, a la sociedad que alberga a ambos.

¿Para quién se habla? ¿A quién se continúa pidiendo paz? ¿Diálogo? ¿Solidaridad? No resulta justo pedir a los que han perdido un padre, un esposo, que perdonen. ¿A quién? ¿A quiénes no han pedido perdón? ¿A quiénes no se han arrepentido, ni piensan cambiar de táctica? ¿A quienes, desde las plataformas que aún se les permite, reciben un trato democrático que niegan a sus compañeros? Es esperar demasiado. En días anteriores se ha acogido con alegría la aparición de un héroe anónimo que persiguió a los terroristas; pero no puede pretenderse esa actitud en quienes han sido privados de un ser querido. No, especialmente, en el País Vasco. Demandamos héroes, encontramos mártires. No podemos exigir santos.

Para los ciudadanos no nacionalistas, nada hay por hablar mientras la violencia continúe; las peticiones de los terroristas son doblemente ilegítimas. En primer lugar, por el medio empleado, el miedo, la presión y la muerte. En segundo lugar, porque no comparten la idea de un País Vasco independiente. Mientras tanto, comprendan o no los motivos, padecen el terror, sufren las noticias y lamentan los muertos. Han perdido miedo a hablar y comienzan a gritar. No siempre el mejor método para comprenderse.

Para los ciudadanos nacionalistas tampoco parece haber mucho por hablar. Se consideran los primeros perjudicados por las tácticas terroristas, que desvirtúan sus ideas, pero tampoco parecen alentar una condena clara de los asesinatos. No creen tener razones para modificar sus pretensiones, y viven la política del Gobierno central como desprecios e injerencias. Mientras tanto, defienden sus ideas, su cultura y su concepto de sociedad. Callan, o al menos no se manifiestan en voz tan alta, tan clara como debieran.

Con los terroristas, hasta ahora, el diálogo ha sido imposible: incluso cuando se ofrecían razones para la esperanza, cuando las negociaciones llevaron a la tregua, se perseguían otros objetivos. Compraron nuevas armas y lograron nuevos aliados, pistoleros a sueldo y simpatizantes nuevos. Nunca abandonaron las amenazas ni las extorsiones, nunca desapareció el miedo en las calles vascas, no se alteraron las mentes, ni el lenguaje perdió su carga de prevención y cautela, de subterfugios y sinónimos prudentes. Se vuelcan palabras en oídos ciegos.

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¿Para quién hablar, por tanto? Porque palabras no faltan: para pertenecer a un pueblo recio y discreto por tradición y fama, nos expandimos en declaraciones públicas, propósitos, nuevas normas, teorías proclamadas en alto, y folletos con contra-información. Unos hablan, y hablan otros. Nadie escucha, nadie convence a nadie. Durante años hemos buscado trucos, atajos, formas legítimas de llegar a un acuerdo. Creemos decir cosas con sentido, esgrimir argumentos sólidos. Pero en el ascensor hablamos del tiempo, y con los amigos, incluso con aquellos que sospechamos cercanos, evitamos los temas auténticos, las opiniones que pudieran comprometernos.

El miedo destroza, quema, pudre los términos dentro. Da igual; continuaremos hablando en el vacío, y el vacío absorberá las palabras. Frente a las muertes, se diga lo que se diga, sólo existirán silencios.

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