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Acoso al Tribunal Constitucional

Marc Carrillo

El Tribunal Constitucional está siendo sometido a un acoso de consecuencias institucionales nada positivas para el futuro de la función jurisdiccional que le viene asignada por la Constitución. Con todas las luces y sombras que son propias en la labor de un órgano público, es razonable afirmar que, tras 20 años de actividad, las sentencias del Tribunal Constitucional constituyen hoy un indudable patrimonio jurídico para los profesionales del derecho y un valor democrático de primera magnitud para la ciudadanía. El control de constitucionalidad de las leyes, la resolución de las controversias competenciales que son habituales en un Estado compuesto y su condición de supremo tribunal para la garantía de los derechos fundamentales y libertades públicas a través del recurso de amparo son funciones de una importancia decisiva para la pervivencia de la forma democrática de gobierno, la organización territorial políticamente descentralizada del Estado y los derechos y libertades de la persona. Afirmar esto puede parecer una obviedad, pero si el observador que sienta aprecio cívico por las instituciones democráticas centra la atención en episodios recientes y del pasado, que han afectado a la vida institucional del Tribunal Constitucional, entonces no será extraño que concluya que hay indicios racionales para alarmarse por el grado de desconsideración institucional al que la jurisdicción constitucional está siendo sometida, no sólo con motivo de las singulares argumentaciones dictadas -según su propio texto- con ánimo didáctico por el Tribunal Supremo en su reciente sentencia de 5 noviembre, sino también por parte de otras respetables instituciones del Estado dotadas de una especial relevancia constitucional, como las Cortes Generales y por la mayoría de los partidos políticos, en especial aquellos cuya representación parlamentaria les permite reunir la mayoría cualificada exigida por la Constitución para renovar la composición del Tribunal Constitucional.

En la citada sentencia, en la que se resolvía un recurso de casación relativo a una indemnización derivada de una intromisión al derecho a la intimidad, la mayoría de la Sala 1ª del Tribunal Supremo dedica dos de los tres fundamentos jurídicos (12 páginas de las 17 de las que consta la resolución judicial) a abordar en términos presuntamente dialécticos muy duros su discrepancia con el Tribunal Constitucional en relación al caso Preysler que -como expresa el voto particular- no guarda relación con los motivos del recurso que eran el objeto de sentencia. No obstante, y de forma sorprendente, el Supremo aprovecha que el Guadalquivir pasa por Sevilla y se lanza a tumba abierta en su beligerante y extemporánea crítica formalmente dialéctica imputando al Constitucional desconocimiento del concepto de instancia procesal, de voluntarismo sin soporte jurídico, de una insólita puerilidad jurídica, así como de vulneración de su propia ley orgánica reguladora, dando a entender, entre otras consideraciones, la incompetencia de los magistrados del Tribunal Constitucional, a pesar del 'enorme y destacado apoyo técnico' que les proporciona el cuerpo de letrados. Y todo ello acompañado con argumentos propios de la jurisprudencia empírica, relativos al quántum de las indemnizaciones que se deciden por las diversas salas del Tribunal Supremo en otros supuestos (responsabilidad objetiva de la Administración, error judicial, accidentes laborales, etcétera) que, si bien han de tener un esperado impacto mediático, no pueden ser argüidos como elemento comparativo por su radical diferencia con los derechos de la personalidad.

Pues bien, estos argumentos se exponen para discrepar de la posición adoptada por el Tribunal Constitucional en un caso distinto, el caso Preysler, en el que por dos veces (SSTC 115/2000 y 186/2001) la jurisdicción constitucional anuló sendas sentencias del Tribunal Supremo sobre intromisión ilegítima en la intimidad. En la primera de ellas, con argumentos más que razonables, el Constitucional estimaba el amparo demandado por la recurrente, sosteniendo que el carácter público de la persona no significa que, automáticamente y en cualquier circunstancia, la condición de celebridad tenga que suponer la exclusión del derecho a la intimidad personal y familiar. Esta regla interpretativa, reiterada por la jurisprudencia constitucional hasta la saciedad, no debería haber sido obviada por el Tribunal Supremo en su primera resolución. Sin embargo, no lo hizo y, por tanto, necesariamente el Tribunal Constitucional tuvo que anular la sentencia y reconocer que la lesión del derecho a la intimidad se había producido, estimando a su vez que se hacía preciso restablecer a la recurrente en su derecho. Con este fin, el Supremo, en su condición de órgano judicial ordinario, al ejecutar esta decisión fijó un quántum de indemnización, carente de una mínima argumentación jurídica que justificase la considerable rebaja que suponía respecto de las pretensiones de la parte recurrente. Ante el nuevo recurso de amparo que se presentó a causa del no restablecimiento del derecho lesionado, dado que éste era un caso en el que la salvaguarda de la intimidad tenía una mayor trascendencia económica por el carácter público de la recurrente y la difusión de hechos referidos a su intimidad, el Constitucional, dada la flagrante abstracción que el Supremo había hecho de su primera sentencia, decidió anular de nuevo la resolución de éste y fijar la cuantía de la indemnización. Jurídicamente, podría discutirse si hubiese sido mejor o no remitir de nuevo la causa al Tribunal Supremo. Lo cierto es, sin embargo, que la actitud obstativa con visos de arbitrariedad del órgano supremo de la jurisdicción ordinaria ante el supremo tribunal de los derechos fundamentales no facilitó las cosas. No se olvide que el Tribunal Constitucional es la última garantía para su protección. Al margen, por supuesto, de la catadura moral de los recurrentes que en éste y en otros casos acuden ante su jurisdicción; así como también de la concepción crematística de los derechos de la personalidad que los tribunales ordinarios han avalado, desde los primeros tiempos de vigencia de la Ley Orgánica 2/1982, de Protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen.

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Esta reacción, formalmente procesal, del Tribunal Supremo ante sentencias que le son anuladas por la jurisdicción constitucional no ha sido la única. No se olvide otra singular posición adoptada por la Sala 1ª del Supremo ante la anulación de su sentencia sobre una denegación de la prueba de la investigación de la paternidad, que después fue anulada por el Constitucional. El lector recordará que entonces el Supremo llegó a apelar nada menos que al poder moderador de la Corona para que arbitrase ante aquella supuesta invasión de funciones por parte del Tribunal Constitucional. De acuerdo con el más elemental conocimiento jurídico de las funciones de la Corona en una monarquía parlamentaria, ¿cómo habría que calificar aquella posición del Tribunal Supremo?

Y la verdad es que el asunto que aquí se comenta podría formar parte, en principio, de la lógica discrepancia en la interpretación del ordenamiento por parte de los dos altos tribunales. Así ocurrió en otro tiempo, por ejemplo, en Italia, con la llamada guerra de corti. Sin embargo, el caso que nos ocupa es de una virulencia inusitada. Y no es aislado, sino que objetivamente se inserta en un contexto en el que el Tribunal Constitucional no ha sido bien tratado por otras instituciones del Estado. Un ejemplo lo ofrece la nula receptividad que las Cortes Generales han tenido con respecto a la razonable reclamación del Constitucional de modificar su ley orgánica en lo que concierne al régimen jurídico del recurso de amparo, a fin de racionalizar su acceso ante el Tribunal y así reforzar la condición de la jurisdicción ordinaria como sede natural para la tutela de los derechos fundamentales. Tan nula ha sido la respuesta que, por el contrario, las Cortes, en vez de procurar arbitrar vías para reducir los numerosos asuntos que llegan al Tribunal, se descolgaron con una modificación de su ley, pero para atribuirle una nueva competencia consistente en el llamado conflicto local. Desde luego, no parece que ésta sea una buena manera de preservar el crédito de la institución. Habrá que esperar a lo que pueda dar de sí el rutilante Pacto de Estado sobre la Justicia.

Pero probablemente peor haya sido el deplorable papel ejercido por los partidos políticos en el último proceso de renovación de magistrados. No ha sido la primera vez, pero, ciertamente, en esta ocasión el despropósito cometido ha sido considerable. Sobre todo por parte de los partidos mayoritarios de ámbito estatal. Además del ya criticado reparto de cuotas, el desprecio, por ejemplo, a las necesidades del Tribunal sobre las especialidades jurídicas que han de estar presentes en un órgano de esta naturaleza, ha sido una desconsideración notoria. No sólo con el Tribunal, sino sobre todo con el Estado democrático. La cultura republicana, que no es otra que el aprecio por la cosa pública y lealtad con las instituciones que lo representan, ha brillado por su ausencia. Una lealtad que, a pesar de las dificultades, han mostrado con creces, como otros en el pasado, los magistrados que han dirigido el Tribunal en este último trienio, haciéndose oír de la única manera que lo debe hacer un buen juez: a través de sus resoluciones.

Frente al malévolo aserto de estos días de que no es posible que el Tribunal Constitucional actúe como un tribunal de casación, a los magistrados antiguos y de nueva incorporación se les plantea un reto de no fácil superación. Y es el de disipar la sensación que va cristalizando en diversos ámbitos jurídicos de distinto signo, de que el Tribunal Constitucional corre el riesgo de ser convertido en un órgano subsidiario en el panorama institucional. Y de que, en realidad, lo relevante es la jurisdicción ordinaria y los magistrados que la integran, que son los que realmente ostentan una auténtica raigambre jurídica. Cabe esperar que del respeto del sistema democrático al que sirven y a la institución que representan, y del, sin duda, profundo conocimiento de la jurisprudencia constitucional de los antiguos y de los nuevos magistrados constitucionales que se han incorporado, el reto sea superado.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra.

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