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A PIE DE OBRA
Columna
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Notas de intermedio

Marcos Ordóñez

- 1. Felicidad (de la representación). A veces no es difícil leer lo que le sucede a un actor en el escenario, más allá de la obra y de su personaje. Hay siempre, digamos, un segundo subtexto. El primero es lo que le pasa al personaje: todo lo que el actor sabe (u oscuramente intuye) de la criatura a la que está dando vida, pero que no dice o no hace porque, simplemente, no está en el texto. El segundo subtexto es lo que le pasa al actor (o a la actriz) allá arriba. No, a veces no es difícil descifrarlo. ¿Por qué habría de serlo, cuando, tras tantos años de ver teatro, nos hemos acostumbrado a leer en sus cuerpos, en sus rostros? Ese segundo subtexto puede inyectar energía a la actuación o sorberla como un vampiro ávido. Hay una felicidad de la representación que salta a la vista, que puede leerse en el brillo de los ojos del intérprete, en la calidad de la atención (cuando un actor escucha, realmente interesado, lo que ha escuchado ya cien veces), en los ritmos elásticos de la palabra, de los cuerpos. Felicidad de la representación después de 30, 50, 100 representaciones: esa es la definitiva prueba de fuego de un espectáculo. Gestos repetidos que parecen nuevos, frases frescas pautadas con metrónomo.

¿Cómo se consigue? El director ha guiado a sus actores hasta el interior de un círculo, donde pueden sentirse a salvo de las asechanzas del demonio, del demonio de la gratuidad y el aburrimiento. Allá dentro están cómodos pero no demasiado, relajados pero alerta, porque es un placer sentir la conexión con sus compañeros y porque hay que estar atentos a que el círculo no se rompa. Ellos son el círculo (acaban de descubrirlo) y la corriente se cortará si se separan, como en una reunión espiritista.

La felicidad de la representación recuerda la inminencia de una buena partida de póquer o ese momento maravilloso en el que un grupo de amigos descubre que llevan las mismas copas y que no hace falta otra. La felicidad de la representación nos dice, a través de sus cuerpos y sus rostros: 'Qué bien. Estoy aquí otra vez. Estamos aquí otra vez, pero como por vez primera. No estoy solo. Ya sé lo que funciona; sé en qué momento el círculo comenzará a abrirse y a englobar al público como una ameba. Ahora vamos a jugar a ampliarlo'. Lo mejor de la felicidad de la representación es que muchas veces logra contagiarnos por encima de una obra que nos interesaba más bien poco. Cuando, además, la obra nos interesa, es como para dar dobles saltos mortales.

- 2. Incomodidad. La incomodidad en teatro nunca es inocente, porque puede solventarse, sobre todo en los teatros públicos, subvencionados. Es decir, en casi todos hoy día. Hay una ideología de la incomodidad, cuya cumbre bien podría ser el festival de Aviñón: tablones por asientos, aire en ebullición. El monumento francés a la incomodidad subvencionada es el palacio de los Papas. El calor te asfixia o el mistral te hiela; el escenario está lejos, y los actores han de chillar para que se les oiga más allá de la fila tres. Los asientos te rompen el culo y las rodillas; rodillas que romperán, a su vez, la espalda del que tienes enfrente, que a su vez... Ah, pero el palacio de los Papas es un templo, un santuario del teatro, un espacio mítico. ¿Por qué? Porque así lo decidieron sus padres fundadores, Jean Vilar y Gérard Philipe, y Daniel Sorano y compañía, la ilustrísima compañía del primer Théâtre National Populaire, a finales de la década de 1940. Bien, es una explicación: un mito lejano. Pero en otros casos, el mito es instantáneo, autogenerado. Bouffes du Nord, por ejemplo, el teatro del gran Peter Brook. Brook está forrado de millones, pero su teatro sigue teniendo el mismo aspecto costroso y atablonado de hace 30 años. O el nuevo Almeida de King's Cross, la versión británica de aquel Corralito Biona de nuestra infancia.

No, no es teatro pobre, ya no en este universo plurisubvencionado, multipatrocinado. Es nostalgia, nostalgia del teatro pobre de su juventud. O, mejor, teatro católico: hay que joderse. El calor y la incomodidad forman parte del precio a pagar por el acontecimiento, como si nos dijeran: 'Señores, aquí no se viene a disfrutar, sino a concelebrar un acto sacrificial'. Una mala herencia de la izquierda. De la época en la que comodidad equivalía a teatro burgués. Una herencia que acabará extinguiéndose, como se está extinguiendo ya la teórica del mal rollo en la creación teatral. ¿Se acuerdan? Como si todos siguieran los patrones tópicos del teatro mostrado por Hollywood: el director despótico, la prima donna histérica, el metodista temperamental, los ensayos como cámara de torturas... Hasta que aparece una nueva generación y descubre, qué curioso, que se trabaja más y mejor estando a gusto, sin llantos ni gritos ni intensos puñetazos en las mesas. Y que el público recibe mejor una función en una sala cómoda, bien acondicionada, y con el escenario a una distancia razonable, sin culos crujientes, cabezas bamboleantes y un continuado aleteo de abanicos y programas de mano.

Durante décadas, nuestro público aceptó la incomodidad de ciertas salas porque tenía que ser así, porque en algún lugar debía estar escrito (en un códice de las Reglas de Oro del Teatro Independiente o un Manual de Instrucciones de la Posmodernidad), hasta que el Culo Colectivo (tan o más poderoso que el inconsciente jungiano) parece haber tomado conciencia, parece haberse dicho, como un solo hombre (o como un solo culo): 'Un momento, un momento. Soy yo quien paga esta butaca, y por partida doble: en taquilla y con al menos un tercio de mis impuestos. ¿Por qué he de estar tan incómodo? ¿Dónde está escrito? Bien: Reescribamos el libro'.

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