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Columna
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La peseta ha muerto

Siempre puedes volver, pero nunca del todo. Eso lo dice Bob Dylan en su último disco y es verdad, pero el mundo va tan deprisa y es tan contradictorio que, aunque parezca increíble, también es verdad todo lo contrario: siempre puedes marcharte, pero nunca del todo. Estás, por ejemplo, como yo lo estoy ahora mismo, a 6.748 kilómetros de Madrid, pero cada mañana, bendito sea Internet, lees el periódico en la pantalla del ordenador, te sientas, como yo estoy sentado ahora mismo, en el piso 96 de una torre negra de la ciudad de Chicago, Illinois, y si miras hacia la izquierda, ves el maravilloso lago Michigan y un horizonte de rascacielos gobernados por la imponente torre Sears, que según los norteamericanos es el edificio más alto del mundo, más alto que las torres de Kuala Lumpur; pero si miras hacia la derecha, ves la iglesia de los Jerónimos y lees que van a aprobar la reforma del Museo del Prado, que pronto se pondrá en marcha el cubo del arquitecto Rafael Moneo; sabes, también, que acaba de abrirse un nuevo museo en la ciudad, el Museo Municipal de Arte Contemporáneo; sabes que Madrid amaneció helado el último fin de semana y que el viento llegó a correr por la ciudad a 90 kilómetros por hora; sabes que el Banco de España ha inaugurado una exposición sobre la peseta que es como su certificado de defunción y un modo de celebrar la llegada del euro. Es curioso, pero, de alguna manera, creo que esa exposición produce justo el sentimiento contrario al que quiere producir: un sentimiento de nostalgia, una sensación de que si la historia, escrito con minúscula, de la moneda de un país es una parte de su Historia, escrito esta vez con mayúscula, su desaparición se parece más a una pérdida que a una ganancia. Incluso desde aquí, desde estos impresionantes 6.748 kilómetros, me apostaría algo a que eso es justo lo que podrá verse en las caras de los visitantes de la exposición, que sus caras reflejarán una cierta melancolía, como el río Chicago refleja cada noche las luces interminables de los rascacielos, copia miles y miles de ventanas, hasta convertirse en una bella serpiente con escamas de cristal.

Después del euro, viajar ya no será lo mismo, porque las monedas y los billetes de cada país serán mucho más parecidos unos a otros de lo que lo eran antes; serán, de hecho, las mismas monedas con reyes distintos, con escritores, artistas o políticos distintos. Quizá las monedas nacionales sean, a partir de ahora, las que no tienen curso legal, las monedas conmemorativas del tipo de la que acaban de acuñar aquí con motivo de los atentados del 11 de septiembre, una moneda de plata que tiene la Libertad por cara y las Torres Gemelas por cruz: pagas 49 dólares y, de ésos, siete van a un fondo abierto para las víctimas del atentado. El camino hacia el euro, se titula la exposición que puede verse en el Banco de España, como si con ese título alentador se quisiera simbolizar la irritante carrera hacia el futuro que caracteriza a las sociedades modernas de Occidente, esa lucha por el porvenir que, en algunos aspectos, consiste en renunciar al pasado. Qué raro que algunas monedas sirvan para el recuerdo y otras para el olvido. Pero, por raro que ahora nos parezca, dentro de poco nuestros hijos dirán 'pesetas' como nosotros decimos ahora 'reales', y tantas cosas se volverán tan antiguas, se irán tan lejos.

Las pesetas ya casi están más en los museos que en la calle, y antes de que nos demos cuenta se habrán hundido en el pasado, quizá como los diablos diminutos que estrellaba contra el suelo el personaje de un relato fantástico de Leon Tolstoi y que, al pronunciar unas palabras mágicas, se hundían hasta el infierno. Muy pronto llegarán a nuestras vidas los euros, nos librarán de todas esas multiplicaciones que teníamos que hacer hasta ahora cada vez que comprábamos un libro en Londres o una chaqueta en París, para calcular si, puestos en pesetas, eran baratos o eran caros. Algunos creen que eso significa que existe Europa y otros creen que eso no es más que un modo de fingir que existe Europa. Seguro que muchas cosas van a cambiar, aunque aún no sabemos cuáles y cuánto. De momento, el Banco de España se ha convertido en un museo. No sé, a lo mejor es que, visto desde aquí, a orillas del lago Michigan, todo parece tan raro.

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