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La enfermedad de la novela

El desprestigio que, desde el punto de vista de calidad literaria, sufre la novela tiene su origen, en parte, en las leyes devoradoras del mercado y en la banalidad que impregna la cultura de la sociedad moderna. Estas causas han hecho que se considere la novela como el más frívolo de los géneros literarios y que los novelistas seamos vistos y utilizados como marionetas mediáticas. Símbolos o marcas de una realidad social cada vez más ruidosa e impostada, dispuesta a servirse de la novela como trampolín publicitario de sus productos de mercado.

Años atrás hubo un momento en el que pareció que la novela de calidad podía ser tan mayoritariamente aceptada como lo era la novela de pasatiempo. Convivían, por así decir, dos clases de narrativa: la novela, a secas, y la otra, novela rosa, negra, folletinesca o de misterio. Si entonces se llegó a creer que la buena literatura podría tener una gran difusión, la realidad, salvo en contadas y escasas excepciones, no deja de decirnos día a día lo contrario. El mercado y los sistemas mediáticos, lejos de estar interesados en cuidar una literatura de calidad, se dedican a imponer y diseñar marcas de una novela única actuando como trituradores de novelas y novelistas. Animado por ganancias espléndidas y tentadoras, el escritor corre el peligro de escribir novelas de temáticas tan ajenas a su imaginario real que a la postre resulten falsas y tramposas. Los grandes temas (sexo, drogas, mujer, amor y violencia) se convierten en repetidos tópicos de los que a menudo echan mano ciertos narradores. Las novelas pastiche están a la orden del día. También aquellas que intentan parecer cultas y eruditas con tan sólo apoderarse de clásicos clichés y sonados argumentos narrativos. El síndrome Umberto Eco apuntó bien en su filón escritural y nos ha dado una saturación de novelas que integran elementos de la vida real (histórica, emocional o libresca) mezclados con la ficción (prosaica o policiaca). El éxito que, por encima de otros géneros literarios, sigue teniendo la novela y el dinero que todavía mueve este mercado impulsa a escritores y otros profesionales, ajenos en principio a la literatura de ficción, a escribir novelas con el único propósito de conseguir un público más amplio de lectores. Casi da vergüenza llamarse escritor cuando reporteros, futbolistas, actores, políticos y demás famosos se ven travestidos de la noche a la mañana en autores de libros. Para preservar la literatura de la contaminación ambiental, muchos autores optan por diversas formas de resistencia: la ironía, el silencio, la polémica o el exilio. De otra parte, el hecho de que cada vez existan más escritores que sean articulistas, profesores, catedráticos, críticos, etcétera, va transformando la narrativa en una literatura fronteriza bien hallada, al fin, en nuestro país, pero no siempre legítima y novedosa. La novela es en sí misma un género híbrido. Una forma mixta de escritura que como tal se presta a ser manipulada por intereses ajenos al medio literario. Todo lo cual no impide reconocer como hecho meritorio que nunca como ahora se den en el mundo tantos e importantes novelistas.

La literatura a la que me refiero está sujeta a un compromiso inevitable con el arte, con independencia de que sea o no una mercancía. Está escrita desde unos parámetros personales y estéticos nunca comerciales. Pero hoy en día hablar de estilo es ocioso. Citar a Proust o a George Eliot resulta prehistórico. De ahí la tendencia a colgar etiquetas a la novela con la finalidad soterrada de añadirle un valor estético del que a veces carece. Se habla de novelas líricas, realistas, poemáticas, metaliterarias, veinteañeras, históricas, autobiográficas y científicas. Cuando es sabido que toda novela buena no necesita adjetivos que la encasillen en un subgénero sacado a trasmano. El autor que se sabe responsable del compromiso con la verdad de su proyecto narrativo huye de definiciones y trata de mantenerse en su coto vedado de creación literaria. Este estado de caos y confusión, cuyas primeras manifestaciones se dieron hace ya algunos años, fue lo que impulsó a que una escritora de la talla de Marguerite Yourcernar dijese: '¿Acaso se escriben novelas? Yo no tengo la impresión de haberlas escrito'. Y ante la pregunta que le plantea su biógrafa: '¿Está usted dispuesta a acabar con lo novelesco?', la escritora responde: 'Yo no establezco diferencia entre novela y poesía'.

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Algunos narradores ejemplares, ante la posibilidad de ser fichados comercialmente en cualquier tendencia narrativa, mantienen firme su identidad literaria, bien escribiendo contra el estilo o bien tratando de fundar uno propio, ya que todas las novelas escritas o por escribir no son más que variaciones de un puñado de arquetipos literarios. Lo que cuenta en definitiva es el acto de escritura a partir del cual cada novelista logra presentar su particular desacuerdo con el mundo. También ocurre que la adquisición de una fórmula o corriente narrativa impulsa a que ciertos narradores ataquen a aquellos que nadan en mares distintos a los suyos. Así, cada autor se convierte en enemigo de su contrario. Los hombres, de las mujeres. Los editores, de los autores. Los astutos, de los sabios. La continua muerte y resurrección que vive la novela permite y propicia esta clase de crímenes de pacotilla que las leyes devoradoras del mercado estimulan y sacralizan al punto de que las diatribas de los más feroces pueden convertirse en armas arrojadizas capaces de terminar con la energía de los escritores más valorados. El baile de máscaras que llega a ser el comercio de la literatura alienta a que algunos literatos se pronuncien en manifiestos individuales o colectivos en contra de la narrativa de ficción esgrimiendo como bandera de su causa el hecho de que contar una historia sea algo ya caduco, pues héroes, tramas, personajes y heroínas pertenecen al archivo histórico de la literatura. Sus argumentos van más allá cuando proponen que toda actividad en la escritura debería cesar, salvo, por supuesto, la que ejercen los propios detractores de la novela, defensores, por demás, de otro género literario con el que se sienten más afines. Hoy en día, esta actitud catastrofista, de tanto ser repetida, ha dejado ya de tomarse en serio. Sobre todo cuando aquellos encargados de dar sepultura a la novela son los primeros en ponerse a escribir otra nueva a las pocas horas de haberla sentenciado. La derrota y amenaza de silencio total y absoluto con la que algunos novelistas acompañamos la publicación de un libro nuevo obedece casi siempre a una crisis personal y creadora del escritor temeroso ante el circo promocional que se le viene encima y pone en evidencia una vez más que la llamada crisis de la novela es, en muchos casos, consecuencia de la crisis del cansado y desconcertado novelista. La literatura no está enferma. Todo lo más, sacudida y despreciada por un mercado devorador y carente de escrúpulos. Y cuando un escritor anuncia la muerte o agonía de la novela, cabe la posibilidad de que sea este escritor el que esté sufriendo un colapso en su fuerza creativa.

La novela reclama a sus autores nuevas formas de narrar. Y no resulta fácil encontrarlas. Al contrario de la uniformidad, simpleza y obediencia al canon publicitario que le exige el mercado del libro, el auténtico novelista trata de defender una actitud de firme independencia. Narrar es viajar de prestado. El novelista, como no tiene más remedio que resignarse a ser objeto de intercambio, lucha por mantenerse a flote en el mar de una literatura en la que cada Ulises navega en un viaje sin retorno. El poeta, a diferencia del novelista, conoce muy bien el reto que le exige la literatura. Desde el primer momento es un náufrago. Jamás se le ocurriría decir que la literatura ha muerto, porque sabe demasiado bien que este enunciado reflejaría su falta de inspiración. La voz del poeta es muda porque deja hablar a la verdad poética. Algo de este proceder de la vida de poeta deberíamos tomar de prestado novelistas y narradores con voluntad estética. El vicio solitario de la lectura es prueba significativa de que en el texto ocurre algo. Las novelas del siglo XIX eran muy descriptivas y tenían muchas páginas porque sus autores pertenecían a una cultura más paciente y ociosa que la nuestra. Ahora el cine ha venido a ocupar el lugar de la novela decimonónica. Pero cada novela propone su particular y original visión del mundo gracias a una pluralidad e intensidad de lenguajes que siempre han nutrido la literatura. Es en este sentido como puede seguir siendo una obra de arte.

Nuria Amat es escritora.

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