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Columna
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Las cosas del querer

Pronto se cumplirán los seis primeros años del presidente José María Aznar como inquilino de La Moncloa. El aniversario, que será en marzo, irá precedido por algunos compromisos relevantes como su recepción por George Bush en el despacho oval de la Casa Blanca a finales de noviembre, la asunción el primero de enero de la presidencia del Consejo Europeo que ostentará durante todo el primer semestre y la reelección de seguro unánime que le brindarán los compromisarios del Congreso del PP convocado para después de las entrañables fiestas.

Admiran los periodistas de más frecuente trato, los que son convocados allí con más asiduidad, la forma progresiva en que ha ido dejando huella el savoir faire de Ana Botella en todas y cada una de las estancias de palacio hasta crear un clima de hogar donde, como se sabe, tan pocas condiciones había antes para aposentar a una familia. Se toman pues como un dato adquirido las alteraciones que los nuevos huéspedes han introducido en el palacio. Pero, dado que la recíproca también es cierta, puede advertirse cómo al mismo tiempo el palacio, la forma de vida que impone ese recinto, ha terminado por alterar al cabo de estos años el comportamiento y el carácter de los huéspedes que aloja.

Es un hecho de experiencia que la sensación inicial del recién llegado a las alturas del poder suele ser de desconcierto e incluso de contrariedad ante la reverencia y la obsequiosidad de quienes tienen encomendada la función de rendirle ese tributo institucional. Pero, enseguida, como sucede con la pupila para superar el deslumbramiento, se produce el fenómeno de la acomodación a los cambios de luminosidad. En definitiva, el encumbrado se adapta, se deja mecer por las reglas del protocolo y de la seguridad y las incorpora a la costumbre como una segunda naturaleza que viniera heredada de varias generaciones. Así, el receptor máximo se hace muy sensible ante cualquier incumplimiento, en el que siempre tiende a advertir falta de la consideración irrenunciable que le es debida por la dignidad de su cargo y, de ahí, que reclame para que ese desorden sea debidamente subsanado.

Llegados aquí, viene a la memoria lo que dice George Steiner en Gramáticas de la creación (Ediciones Siruela, Madrid) a propósito de Emily Dickinson, a quien considera casi insuperable en hacer de su soledad el alimento, la confirmación de una extrañeza luminosa, de ángulos de incidencia que sólo esta 'soledad' y la reclusión claustral podrían provocar. Steiner recoge como prueba de lo anterior uno de los primeros poemas de la citada autora fechado hacia 1859, que traducido dice así: El agua se aprende por la sed./ La tierra, por los Océanos pasados./ El transporte, por la angustia./ La paz, por el relato de sus batallas./ El amor, por el Molde de la Memoria./ Los pájaros, por la nieve.

Y siguiendo por ahí se llega con Ludwig Hohl a distinguir entre la soledad como sofocación y esterilidad y la soledad fructífera, entre la soledad de las cimas y la soledad del aprisionamiento, entre la soledad de los horizontes y la de los confines irreductibles. Y se explica la nueva distancia establecida entre el presidente Aznar y quienes le habían venido acompañando desde años atrás hasta el momento en que traspasó por primera vez como inquilino el umbral de La Moncloa. El presidente se esfuerza en tratar con los más escogidos de entre los suyos, todavía más en estas vísperas congresuales, pero, imbuido como está de su misión, cada día que pasa entiende menos las debilidades de Rodrigo Rato o las bellaquerías de Javier Arenas. Mientras, casi todos los aspirantes compiten en sus ofrendas y en sus renuncias anticipadas, que ahora se verán obligados a reiterar para sumarse sin fisuras a la propuesta de Francisco Álvarez Cascos de que el Congreso solicite de Aznar que vuelva a ser el candidado del PP en las elecciones generales de 2004. Puede que sean las cosas del querer pero es seguro que lo son de la necesidad porque, en otra hipótesis, ¿qué sería de Cascos y de tantos otros?

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