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Columna
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Hasta la zafiedad

Pensé que el último conflicto bélico abriría un resquicio de esperanza del que resurgiera el mortecino ingenio colectivo. No es una contradicción, sino experiencia, que el humor brote de la tragedia, pero la chispa de la vida se ha refugiado en un bote de hojalata que se desparrama. Reír es sano y reconstituyente, tanto más oportuno cuanto peor cariz toman las cosas, y el buen humor surge como la mejor terapia contra la adversidad. Creo que padecemos ese déficit, lo que envilece y devalúa la prosperidad en que vivimos. En España -como en cualquier parte- sobrevenía una cuota de chistes en los momentos difíciles, los mismos que provocaban la sonrisa en todo el mundo. Nacen en algún mágico lugar y recorren el universo como un fantasma risueño y consolador. Lo único que ahora compartimos son los anuncios de automóviles y de pastas alimenticias que paralizan, en el mismo instante, la pantalla de todas las televisiones. Se echan de menos los chistes de negros, de judíos, de gordas, de escoceses y de chinitos, de vascos y gallegos que sirvieron como denominador común de la humanidad.

Pagamos caro el bienestar soportando, a través de la globalizada televisión, la mayor penuria intelectual y moral, desahuciados el donaire y la gracia. No es, no quiere ser, ésta una crítica malhumorada y ácida del desamparo mental que nos cobija, aunque mejor vale un mal chiste conocido que el relato de una violación a la salida de la discoteca, a las cuatro de la madrugada. Nos falta, a mi entender, agudeza, imaginación, talento para ofrecer, con cierta convicción, al mal tiempo buena cara. Es posible que los últimos intérpretes de la ironía -sobre cuidadoso guión- fueran los desaparecidos Eugenio, el malogrado aragonés que esculpió el más estólido acento catalán, y Miguel Gila, a través del cerril cateto o el recluta ceporro.

Tiene carácter de epidemia incontrolada la atribución gratuita de humor al acento andaluz, agravado con el hecho de que el caricato vaya travestido de mujer obesa y gesticulante. Salvemos el caso singular de Chiquito de la Calzada, al menos el mejor entre sus pares.

En esta columna tratamos asuntos, personajes, quisicosas relacionados con nuestra ciudad, que disfruta de espíritu bienhumorado y vivaracho. Me llegan a la memoria tres personajes que hicieron las delicias de sus contemporáneos en esa relación interactiva del cómico y el público. Ramper, cuyo nombre era Ramón Álvarez Escudero, alcanzó altas cotas de popularidad por lo que decía y lo que se le atribuía. Nacido en Madrid, a finales del XIX, aquí terminó en 1952. Otro paisano castizo, una especie de Groucho Marx anticipado, fue José Álvarez Jáudenes, conocido por el mote artístico de Lepe, cuando el pueblo de Huelva era moderadamente famoso. Formó pareja con un valenciano, Carlos Saldaña Beut, Alady, antes compañero de Josefina Baker y Mauricio Chevalier.

Echo en falta personajes faranduleros de ese fuste. Como todo buen intérprete, premeditaban y ensayaban sus papeles hasta darles ese aire de espontaneidad y frescura que sólo se obtiene a base de estudio y ensayo. Tratar de los gustos ajenos siempre es temerario, pero considero lícito dar el propio parecer y el mío toma como base del humor la inventiva y la elaborada sorpresa. No encuentro diversión en las expresiones soeces y creí siempre que la blasfemia es un arte refinado, fuera del alcance de las personas vulgares. Otra cosa es el instantáneo exabrupto del arriero cuando le sacuden un martillazo en el pulgar.

Muy pocos chistes nos pillan desprevenidos, que es la forma más eficaz y sana de reír, aunque haya quien necesita escucharlo dos veces. Me consta su dificultad y he visto, apenado, a cómicos de talento, degradar el lenguaje como procedimiento expeditivo. No es aconsejable, porque la ordinariez y la grosería son fácilmente superadas. Lo difícil es hacer lo que Charlie Rivel, un catalán que fascinó en los cinco continentes. Remedaba el aullido de un lobo estupefacto, pero tocaba varios instrumentos, era un consumado atleta y desprendía un aura extraño de inteligente melancolía. Tuve la suerte de verles actuar a los cuatro y tengo para mí que Eugenio y Gila pronunciaban palabras groseras por exigencias de la taquilla. Si los espectadores -según creen los empresarios- son de natural zafio, mejor sería refinarlos, pienso.

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