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Reportaje:ARQUITECTURA

Islas del islam

El continente islámico es un archipiélago. Si la arquitectura sirve como ejemplo, la imagen que se refleja en el espejo oscuro de la construcción en el mundo musulmán es un paisaje fracturado en esquirlas heteróclitas, un cálido océano de pobreza y violencia donde emergen islas insultantes de lujo y despilfarro. Este panorama agrietado es quizá consecuencia de la atención episódica que prestamos a los mil millones de personas que habitan entre el Atlántico marroquí y el Pacífico indonesio, siempre percibidos en los fragmentos azogados del vidrio roto de la crisis; pero acaso provenga también de la desigualdad despótica de ese tapiz remendado de sociedades que han forcejeado sin éxito con el siglo XX.

Hace un año se inauguraba en Dubai el hotel más alto del mundo, una torre en forma de vela sobre una isla artificial en el golfo Pérsico que marca un nuevo hito en la ostentación esperpéntica de los jeques petroleros; y el pasado martes se presentaron en la ciudadela siria de Aleppo los ganadores del Premio Aga Khan, nueve proyectos ejemplares que ponen la arquitectura al servicio de la vida en el craquelado universo islámico que se extiende de Guinea a Malaisia. Es difícil imaginar manifestaciones más opuestas de la cultura musulmana contemporánea, ni mejores ilustraciones construidas de los abismos de abandono que se abren entre los reductos fortificados e insulares de sus élites económicas o políticas.

Promovido por el jeque Mohamed ben Rashid como símbolo de Dubai, el Burj al Arab o Torre de los Árabes alcanza una altura de 320 metros, superior a la de cualquier rascacielos europeo -el récord del continente lo tienen aún los 259 metros del Commerzbank de Francfort- y que dobla la de la Torre Picasso madrileña. Construido frente a la playa, sobre una isla artificial que lo hace más seguro y exclusivo, el hotel se arriostra frente al viento y los riesgos sísmicos con una extravagante estructura exterior que subraya su perfil de velero, alfanje o media luna, y que se corona con el pliegue panorámico del restaurante en el mástil y la bandeja aérea del helipuerto sobre el fuelle translúcido de la fachada de fibra de vidrio que ilumina el atrio vertiginoso; en él, 2.000 metros cuadrados de pan de oro de 22 quilates revisten un interior onírico cuya escenografía ridícula deja atrás el peor kitsch de Las Vegas, dando acceso a las habitaciones dúplex estándar de 170.000 pesetas por noche y a las suites de 1.300.000, donde la fantasía figurativa de los diseñadores -un equipo de la consultora británica W. S. Atkins, encabezado por el arquitecto Tom Wright, que tras la experiencia de Dubai se ha especializado en parques temáticos- alcanza sus cotas más disparatadas, en un proyecto cuyo coste el cliente prefiere mantener en secreto.

Con su esqueleto náutico y sus fuentes de las mil y una noches, el jeque Rashid quería levantar un homenaje a Simbad el Marino, el héroe de esta 'costa de los piratas'; pero con su ostentación ofensiva y su gusto estragado es posible que haya construido más bien el mejor emblema de las corruptas monarquías petroleras del Golfo.

En su aplomo arrogante y trivial, el hotel Burj al Arab es una caricatura del narcisismo ensimismado, hedonista y espectacular de nuestro tiempo, y un síntoma del cinismo de las élites wahabitas de la península arábiga, que financian el fundamentalismo religioso mientras levantan monumentos exhibicionistas a la molicie temática. Durante los años sesenta y setenta, la construcción poscolonial de muchas naciones musulmanas se expresó a través de sus parlamentos: en Dacca, el norteamericano Louis Kahn levantó la Asamblea Nacional de lo que luego se llamaría Bangladesh como una fortaleza geométrica de hormigón rodeada por un foso, con una singular mezquita sobre la entrada que subraya la subordinación de la institución a la fe islámica; y en Kuwait, el danés Jorn Utzon proyectó una Asamblea Nacional que supo dar forma a la peculiar organización oligárquico-tribal del país, con su planta de bazar y sus cubiertas como grandes lonas de hormigón.

Pero en los años ochenta y noventa, la frustración de las expectativas sociales y el fracaso del reformismo laico impulsó un auge del islam radical que tiñe con su ambicioso milenarismo unas arquitecturas que oscilan entre el renacimiento religioso de la proliferación de mezquitas y la manifestación hipercapitalista e impúdica del poder financiero del petróleo: la piadosamente titánica mezquita de Casablanca -promovida por el rey Hassan II para apaciguar a los cada vez más numerosos fundamentalistas de Marruecos- y las retóricamente colosales Torres Petronas de Kuala Lumpur -levantadas por el primer ministro Mahathir Mohamed como un símbolo del auge económico y las tradiciones islámicas de Malaisia- representan dos extremos geográficos, tipológicos y expresivos de un universo cultural efervescente, fracturado e indeciso.

Quizá sólo el Egipto que vivió el episodio socialista y panárabe de Nasser -y que tras el asesinato de Sadat en 1981 ha perseguido sin pausa el islamismo radical- puede atreverse hoy a construir un emblema tan laico y pluralista como la nueva biblioteca de Alejandría, el gran disco inclinado diseñado por los noruegos de Snohetta que celebra el pasado clásico de esta ciudad musulmana, y que se inaugurará en abril de 2002.

Mientras tanto, el Premio Aga Khan suministra la mejor aproximación arquitectónica posible a un islam que aúne la sensibilidad social y la defensa de sus raíces culturales con la voluntad decidida de modernización económica y apertura cosmopolita. Los nueve proyectos galardonados en la octava edición de este premio trienal -que se repartirán 500.000 dólares, lo que hace del Aga Khan la distinción de arquitectura mejor dotada, y que han sido elegidos por un jurado en el que figuraban la artista Mona Hatoum y los arquitectos Ricardo Legorreta, Glenn Murcutt y Raj Rewal- jalonan la vasta geografía del mundo musulmán con experiencias modélicas que deberían estimular la emulación.

Desde una escuela agronómica en Guinea de los finlandeses Heikkinen y Komonen hasta un hotel en la costa selvática malaya del australiano Kerry Hill, y desde un proyecto de desarrollo rural en el Atlas marroquí hasta un centro de tecnologías apropiadas construido en una aldea india por 'arquitectos descalzos', varias de las realizaciones premiadas proponen la mejora del medio rural, del Atlántico al Pacífico, a través de las técnicas agrícolas y el turismo respetuoso con la naturaleza.

Otras, mayoritariamente emplazadas en Oriente Próximo, se enfrentan a los problemas endémicos de las ciudades de esa zona utilizando el patrimonio y la cultura: así el programa de restauración de edificios históricos en ciudades iraníes o el nuevo parque cultural de Teherán; y así también el Museo Nubio, construido en Asuán por el egipcio Mahmoud El-Hakim, o el centro social universitario, levantado en Antalya por el turco Cengiz Bektas

Un último proyecto, emplazado en la ciudad jordana de Aqaba, sirve como recordatorio del drama interminable de esta región del universo islámico: la aldea para huérfanos promovida por SOS Niños es un pequeño reducto de casas y jardines que protege en su laberinto de granito, sombras y brisas las vidas iniciales de víctimas inocentes de un conflicto con culpables. Su isla luminosa de refugio frente a la violencia del mundo ofrece el reverso polémico de la ostentación insular del hotel de Dubai: el archipiélago islámico es más diverso de lo que podría hacer pensar la sintonía sincronizada de Al Yazira, una isla mediática que está fabricando en el espacio hertziano un continente virtual.

Aldea para huérfanos en Aqaba, Jordania, galardonada en la octava edición del premio Aga Khan.
Aldea para huérfanos en Aqaba, Jordania, galardonada en la octava edición del premio Aga Khan.SEIICHI FURUYA

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