La renovación del Consejo General del Poder Judicial
El nuevo Consejo General del Poder Judicial está condenado a entrar en escena cargando con un lastre similar al que debieron arrastrar los precedentes. No es extraño, tantos meses en el zoco las vacantes, sometidas al tira y afloja de intereses político-partidistas encontrados, no pasan en balde. Y la penosa experiencia, por más que a partir de ahora sus responsables cuenten con un respiro de cinco años, no debería caer en el olvido, al menos para quien en esos medios piense que 'la administración de la jurisdicción' merecería ser tomada constitucionalmente en serio.
Como buen exponente del tenor de lo sucedido, creo de interés evocar algunos rasgos del proceso negociador, que vale la pena traer a primer plano. Lo haré citando titulares: 'El PP trasladará su mayoría absoluta al nuevo Consejo'; 'PP y PSOE intentan 'blindarse' con los órganos judiciales'; 'El pacto de la justicia encalla por el control del Poder Judicial'; 'Reparto del poder judicial: semana decisiva'; 'El presidente, para el PP'; 'Tinglado al descubierto'... Y, mientras, el escenario del tipo de tratos que sugiere este universal modo de rotular de los medios de comunicación, enriquecido por la anécdota de una curiosa cacería, que vendría a poner en el asunto un pintoresco sabor a escopeta judicial. Lo único que faltaba, y que bien pudiera ser real, en vista de las peculiaridades del contexto.
El patético tratamiento del proceso de renovación de los cargos en las tres instituciones en juego (nunca mejor dicho) ha contribuido a crear un clima de escepticismo en torno a los resultados y, por inevitable derivación, también sobre la futura ejecutoria de aquéllas, que difícilmente podrá darse sin consecuencias. Consecuencias, además, acumulativas, puesto que -en especial en el caso del Consejo, el que aquí interesa- llueve, o diluvia, sobre mojado. La densidad de la atmósfera generada por todas esas vicisitudes ha sido tal que incluso los más entusiastas valedores del sistema de elección parlamentaria han renunciado a insistir en las apologéticas prédicas sobre el benéfico influjo de la legitimación popular derramándose sobre la institución judicial. Y se comprende, porque, incluso aceptando que la soberanía popular cuente con la virtud de escribir recto con renglones torcidos, no resulta fácil entender de qué manera tan crudo exponente de su degradación partitocrática podría operar en positivo.
Pero ocurre que, además, en este caso, junto a las recusables particularidades procedimentales, se han dado varias exclusiones de una relevancia negativa nada desdeñable. Una es la de José Antonio Martín Pallín, que alguien debería explicar. Otra la de la asociación Francisco de Vitoria, que supone dejar a varios centenares de jueces al margen del Consejo, con lo que tiene de limitación del pluralismo, precisamente en un órgano que tanto viene padeciendo por la ausencia de ese valor en la inspiración de sus actos. No me parece arriesgado concluir que de tal opción sólo puede derivarse un ulterior déficit de consenso entre un relevante sector de los gobernados, para un órgano que no anda sobrado de él. En fin, la del PNV. Tanto más difícil de entender cuando la cosa va, esencialmente, de partidos; y teniendo en cuenta que se trata del mayoritario en una conflictiva comunidad autónoma, en la que la justicia precisa de un apoyo particularmente intenso desde la proximidad.
Así las cosas, lo cierto es que el Consejo nace, una vez más, con una pesada hipoteca, agravada por la sospecha de que el pleno, en su primera trascendental decisión, la designación del presidente, pudiera limitarse a sancionar el acuerdo tomado ya en otra parte. El gravamen tiene una relevancia indudable, que sería peligroso banalizar. Y su denuncia no implica descalificación de los designados, aunque, es obvio, sí el señalamiento de que sobre ellos pesa un plus de responsabilidad, que reclama todo un sobreesfuerzo. Porque, en efecto, el punto de partida no es el ideal de la coronación de un proceso en el que hubiera brillado sin sombras la luz de los valores constitucionales en juego, sino, por el contrario, lo que un autorizado comentarista calificaba de 'chalaneo', recientemente, en estas mismas páginas.
Pues bien, un mal punto de partida el de los vocales, aun si las responsabilidades no son propias. Pero que, si se viera presidido por un serio ejercicio de autocrítica y la conciencia clara del tamaño de las dificultades, entre otras cosas, por lo pesado de la herencia, podría dar pie a un buen principio. Diría que es lo obligado y la única vía digna de salida de esta precaria situación.
Una constante en los momentos inaugurales de los Consejos debidos al sistema de elección parlamentaria es la protesta de independencia política que en la mayoría de los casos se han visto obligados a hacer, en particular, sus presidentes. Una excusatio ciertamente non petita, pero comprensiblemente sentida como necesaria dado el estado de cosas. Pues bien, tal modo de operar remite a un problema real, con aparatosa presencia en un órgano sistemáticamente fracturado en dos por la línea de partido. Sobre todo en materia de nombramientos para cubrir destinos jurisdiccionales especialmente sensibles, y más si con algún tipo de procesos en el horizonte. Habrá pocas dudas acerca de que es en la adopción de decisiones como éstas donde más se juega la institución. De ahí lo útil que sería que en su nueva andadura hiciera un esfuerzo sensible por objetivar criterios, por atenerse a parámetros de profesionalidad, por desterrar actitudes comisariales, por erradicar odiosas pautas clientelares. ¿Qué tal, cuando se trate de nombrar jueces, si se debatiera y atendiera en exclusiva a la calidad de las sentencias? Es seguro que vale la pena probar.
La cuestión conecta con otra de especial calado, que es la de la disciplina. Es evidente que el Consejo no debe incurrir en manía persecutoria ni en alguna suerte de psicosis pampenalizadora. Pero menos aún podría seguir contemporizando con prácticas judiciales odiosas, con actitudes profesionales inaceptables que no han de pasar desapercibidas a quien inspecciona regularmente la actividad judicial. Lamentablemente, en este punto hay que denunciar una endémica falta de empeño. Que contrasta con la febril puesta en movimiento del mecanismo represivo en presencia de algún estímulo mediático, por asuntos, a veces, de escasa trascendencia en términos relativos.
Tanto en esta materia como en la de nombramientos, el Consejo -por acción o por omisión- ejerce -mal o bien- una de sus funciones de más calado, puesto que es, sobre todo, por ambas vías como propone a los jueces y a la sociedad el modelo de actuar jurisdiccional que propugna. De ahí la necesidad de que su política de la justicia en las dos áreas responda a un reflexivo diseño estratégico, elaborado en un marco de transparencia; valor éste que debería proyectarse asimismo sobre las propias decisiones, en forma de motivación. El Consejo no puede decidir como lo haría un sanedrín, y esto por una doble razón: por la necesidad de legitimar racionalmente y generar confianza y consenso en torno a sus decisiones y porque mal podrá exigir a los jueces una calidad en las resoluciones que él no cultiva en las propias.
El Consejo no puede ser un órgano complaciente, una institución de carril. Además de administrar el estatuto de los jueces, tiene el cometido esencial de velar por su independencia. Muy en particular prestando apoyo concreto y decidido a quienes soportan -en el estricto cumplimiento de su deber- agresiones intolerables, y saliendo al paso de ellas con energía. (No está lejos en el tiempo -no sé si presente por igual en la memoria de todos- el bochorno de una auténtica revuelta contra un tribunal cargado de razón, mientras un Consejo débil dejaba caer sin ruido alguna de esas desangeladas declaraciones mal llamadas institucionales). Es también función del Consejo señalar los problemas de la administración de justicia, postulando soluciones. Pero persiguiendo al mismo tiempo con tesón la adopción de las medidas necesarias, contribuyendo a generar una opinión pública informada y exigente sobre unas y otras.
Cuando el ejercicio de la jurisdicción se ha convertido -por todo un complejo haz de causas- en tarea singularmente difícil, lo menos que cabe esperar y puede exigirse del órgano de gobierno de la institución es una actitud de compromiso fuerte con los valores de fondo. Cierto es que la rampa de lanzamiento del nuevo Consejo no tiene ni la textura ni la inclinación ideales. Pero la calidad de su ejecutoria en los próximos cinco años es ahora ya sólo responsabilidad de sus componentes. Para los que no existe otro mandato realmente vinculante que el constitucional.
Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.
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