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Columna
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La jubilación de los políticos

En la política, como en la economía, se cumple la ley de rendimientos decrecientes, que formuló David Ricardo. A medida que aumenta el tiempo, disminuye la eficiencia para resolver los problemas que interesan a los ciudadanos

Antón Costas

Quizá sea mezclar churras con merinas, pero la moción de censura de Pasqual Maragall a Jordi Pujol y el nuevo triunfo de Manuel Fraga en las elecciones gallegas me han sugerido una cuestión: ¿por qué los políticos son los únicos profesionales que no están obligados a jubilarse? En las empresas es una práctica cada vez más frecuente fijar edad de jubilación para los altos directivos y consejeros. Todos los que desarrollan funciones públicas o por cuenta de otros tienen alguna limitación de edad. Notarios, catedráticos, médicos, obispos, banqueros y trabajadores en general están obligados a jubilarse. Los políticos no. ¿Por qué?

Existen muchos argumentos de teoría política para intentar justificar esta anomalía, pero ninguno me parece consistente. La razón real es más prosaica. Los políticos son el único grupo social que tiene el privilegio de hacer leyes que imponen limitaciones a las actividades humanas. Y está dentro de la conducta racional que no tiren piedras contra su propio tejado. Por eso será difícil jubilarles. Pero al menos sí parece factible introducir alguna limitación de mandatos.

Soy un convencido de las ventajas que la limitación de mandatos tiene para el buen funcionamiento de las instituciones y para la democratización de la democracia. El sabio pragmatismo de los padres de la Constitución americana lo supo ver. Dos mandatos son suficientes para que un político pueda llevar a cabo su programa. Lo que no sea capaz de hacer en ocho años tampoco lo hará en 12 ni en 20. Además, en la política, como en la economía, se cumple la ley de rendimientos decrecientes, que formuló el gran economista inglés David Ricardo en el siglo XIX. A medida que aumenta el tiempo disminuye la eficiencia para resolver los problemas que interesan a los ciudadanos.

Además, la permanencia prolongada en el poder genera efectos perversos. Enfanga la vida política con corruptelas. Sustituye los principios de igualdad de oportunidades y de capacidad por los de amiguismo y patrimonialización en los cargos públicos. Y tiende a transformar el ejercicio democrático del poder en una especie de principado hereditario. No es casual que se hable de herederos sólo en aquellos casos en que los políticos permanecen periodos prolongados en el poder. Y como es conocido, los caminos para constituirse en heredero tienen menos que ver con la capacidad que con las relaciones familiares. Hay que romper esa práctica. La limitación de mandatos elimina la posibilidad de formar familias políticas con derecho a herencia. Democratiza las reglas de acceso al poder, las hace transparentes e introduce un sano principio de igualdad de oportunidades. Toda persona con ambiciones políticas debe saber que, como máximo, tiene que esperar ocho años para tener su oportunidad. En esas circunstancias dedicará su tiempo, energías y capacidades a formular programas innovadores, crear equipos y buscar apoyos sociales, en vez de dedicarse a las intrigas familiares para ascender en la línea de herencia o para derribar al que está en el poder. Esto último es un despilfarro de energías y recursos sociales.

Muchos dirán que deben ser los electores los que decidan echar o mantener a los políticos en el poder, tal como sucede en las empresas con los accionistas. Pero los mercados de votos no se comportan como los mercados de bienes, ni los políticos tienen las mismas restricciones que los empresarios. Mientras que éstos no pueden ganar cuota de mercado ofreciendo mayores prestaciones si su productividad no se lo permite, los políticos que están en el poder disparan con pólvora del rey y pueden ganar cuota de mercado ofreciendo más prestaciones con cargo a los impuestos que otros pagan. Además, en una sociedad cada vez más envejecida y dependiente de las prestaciones públicas, los votantes pueden llegar a carecer del coraje necesario para favorecer el cambio, e incluso, temerosos de él, pueden adaptar sus deseos y expectativas a lo conocido. Por eso en la política, como en la economía, hay que introducir incentivos que favorezcan la competencia y la asunción de riesgos. Sólo de esta forma conseguiremos mejorar la solución de problemas sociales, a la vez que fomentaremos la democratización de la democracia. Por eso entre las sugerente propuestas de Pasqual Maragall para renovar la vida política he echado en falta una: la limitación de mandatos.

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