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Reportaje:GUERRA CONTRA EL TERRORISMO

Vivir entre la basura bélica

Ramón Lobo

El principal oficio en Charikar es sobrevivir. Desde las montañas del norte, los talibanes disparan de vez en cuando proyectiles sobre el mercado. Pero la gente no parece preocupada por tener que coexistir con la muerte; debe de ser parte de la vida de Afganistán en los últimos 22 años.

A la entrada del gran bazar, al lado de una rotonda en la que cuatro policías holgazanean sentados delante de una mesa, Baba Shah, de 72 años, vende desde hace tres décadas unos tentempiés en tarritos caseros. 'Vengo a las cinco de la mañana y regreso a casa a las seis de la tarde', explica sin moverse. 'Mi hija me ayuda por la noche a preparar en el fuego esta leche con harina y azúcar. En los días mejores ganamos 15.000 afganis (60 pesetas)', dice, removiendo sus cucharas en la carcasa cortada de una granada de mortero. 'No tengo miedo; Alá me ha dado mucha vida y sé que Él me protege. (...) Cuando los talibanes ocuparon Charikar, no pude venir al mercado. Tenían un carro de combate que recorría la calle y tiraba los puestos'.

Sarajaddean: 'Hace ya demasiados años que nada funciona en Afganistán. Si tuviera posibilidades me iría a otro lugar, pero es tarde para eso. Así es la voluntad de Alá, y como tal hay que aceptarla'
Charikar es una ciudad pequeña repleta de desplazados que se reconstruye a sí misma con material de guerra dejado, primero, por los soldados de la ex Unión Soviética, y más tarde, por los talibanes
El peluquero Maqabul tiene 25 años. Corta el pelo sentado en una tabla de madera y en el mismo sitio del mercado desde hace 10 años. Su beneficio tras un día de trabajo apenas supera las 60 pesetas

Como Baba Shah, muchos habitantes han recogido la basura bélica dándole todo tipo de utilidades. Es una ciudad pequeña repleta de desplazados que se reconstruye a sí misma con material de guerra: cinturones con la hoz y el martillo olvidados por los soviéticos para sujetar los pantalones, vainas de todos los tamaños que apuntalan los carromatos; armazones para marcar un territorio; trozos de blindado que sirven de cerca para las cabras...

Enfrente de la mezquita, que los viernes se llena de piadosos, el carnicero y matarife de Charikar, Khoja Fazal, expone los despojos de una vaca recién sacrificada. Enjambres de moscas y avispas revolotean entre las vísceras. 'Un animal vivo cuesta el equivalente de 200 dólares y yo cobro unos 10 dólares por kilo. Con ese beneficio puede vivir toda mi familia'. Khoja está casado y tiene ocho hijos pequeños. La mayoría de sus clientes son mujeres sin rostro, cubiertas por el burka de la cabeza a los pies. 'Ellas son las más difíciles, pues regatean los precios'. Durante la ocupación de Charikar por parte de los talibanes, en agosto de 1999, el carnicero, como la mayoría de la población de esta pequeña ciudad de la llanura de Shomalí, huyó al valle del Panchir. 'Salvé la vida, pero perdí todo el dinero. Estamos habituados a convivir con la guerra, pero también estamos cansados de ella; necesitamos la paz'.

Sin clientes

Detrás del matarife, Mohamed Ata, de 80 años, observa a través de unos lentes rotos y grasientos a su hijo Shamasadan. Se trata de una familia de relojeros. 'Empecé a trabajar en el oficio a los 15 años', murmura Ata en un hilo de voz. 'La mejor época fue poco antes de la invasión soviética. La peor, la de ahora. Nadie tiene dinero para arreglar sus relojes'. Su hijo interviene: 'Ayer no vino ningún cliente; el día anterior, tampoco. Pasamos el día aquí y al final tenemos que regresar a casa sin nada de dinero. Son tiempos muy difíciles. Tengo cinco hijos que alimentar y sufro por ellos'. Ata se sienta en el puesto de madera con las piernas encogidas y asiente. 'Cuando los rusos estaban en Afganistán, las cosas no iban bien, pero al menos venían al mercado y tenían relojes. Entonces sí se podía vivir de este trabajo'.

Rahim Abdul fabrica a golpe de martillo cacerolas junto a su hijo Kim. Su puesto en el mercado está en una callejuela que huele a orín de animales. Vende tres piezas al día por 30.000 afganis cada una, unas 120 pesetas al cambio. Cada cazo le lleva tres o cuatro horas de trabajo. 'Somos pobres. No me gusta este trabajo, pero no sé hacer otra cosa', asegura mostrando unas manos negras y encallecidas tras 20 años de faena. Kim acude a la escuela por la mañana y a partir del mediodía ayuda a su padre. 'Quiero que este hijo sea médico', asegura con una sonrisa amarga. 'Cuando llegaron los talibanes a Charikar me fui a Kabul; allí también fabricaba cacerolas, pero la vida era muy difícil, mis hijas no podían acudir a la escuela y todos teníamos miedo. Hace un año decidimos volver'.

El peluquero Maqabul tiene 25 años. Corta el pelo sentado en una tabla de madera, envuelto en una tela que va de su cintura al cuello de Rachid, su último cliente de la mañana. Lleva 10 años en el mismo sitio, y su beneficio tras un día de trabajo apenas supera las 60 pesetas. En una caja guarda unas tijeras, una navaja, un peine y dos esponjas tiznadas que moja en un plato hondo de latón. Sirven para humedecer la cabeza antes de cortar. Maqabul tiene humor, a pesar de su situación. 'Cuando los talibanes tomaron esta ciudad, mi negocio empezó a ir mal, ellos son pésimos clientes, pues nunca se cortan la barba'. Un gentío de curiosos le ríe la gracia. 'Cuando la gente es tan pobre, no viene a cortarse el pelo, y aquí la gente lo es desde hace 22 años, y no parece que las cosas vayan a cambiar'.

Abdul Nasir tiene 12 años y es aprendiz de zapatero, pero sus jefes aún no le permiten arreglar sandalias. Se mueve por los restaurantes y los puestos del mercado armado con un cepillo negro. 'Me gusta el colegio, pero mis padres quieren que trabaje'. Le pagan 10.000 afganis al día, menos de 40 pesetas. Nasir es el favorito de Sarajaddean, el dueño del restaurante Ariana, que le regala de vez en cuando una pieza de pan. Sarajaddean se sienta en la puerta de su negocio y monta despaciosamente la carne sobre varillas de metal. Es el kebbab, el plato nacional de Afganistán. Tiene tres empleados a los que paga 35.000 afganis por jornada. En los días excelentes su caja apenas supera los 250.000. 'Ahora el negocio es favorable porque vienen los periodistas extranjeros, pero en Afganistán es imposible vivir. No tengo posibilidades ni siquiera de contratar a otra persona para que realice mi trabajo. Con los talibanes las cosas marcharon mal. Tuve que huir con mi mujer y mis 10 hijos. Hace ya demasiados años que nada funciona. Si tuviera posibilidades, me iría a otro lugar, pero es tarde para eso. Así es la voluntad de Alá, y como tal hay que aceptarla'.

En la acera de enfrente trabaja Bakar. Tiene 19 años y es cambista. Juega a diario con el valor del dólar y se embolsa mucho dinero, más de 400.000 afganis al día. Él sí que no se queja de la guerra, pues es, junto a los jefes militares que controlan el contrabando, el que más se lucra de ella. 'Por la noche escuchamos la radio y, según las noticias, buenas o malas, decidimos todos el precio del cambio'. Bakar ya no va a la escuela. Se mueve con un fajo de billetes fabricados en Tayikistán y una sonrisa de lelo. Parece feliz. Se cree el más importante de Charikar.

El peluquero Maqabul recuerda que cuando los talibanes tomaron la ciudad su negocio se fue a la ruina porque "nunca se cortan la barba".
El peluquero Maqabul recuerda que cuando los talibanes tomaron la ciudad su negocio se fue a la ruina porque "nunca se cortan la barba".RAMÓN LOBO

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