El estilo de la oposición
A muchos meses aún de unas elecciones generales, se puede especular ya acerca de cuáles deberían ser los modos de actuación de cada gran fuerza política para obtener los mejores resultados. Tratar de ello desde una perspectiva externa no es una impertinencia; por el contrario, todo hace pensar que de esta manera se podrá incrementar el nivel de competencia y por lo tanto también de calidad de la democracia española. Conviene, pues, intentarlo.
En el caso del PP, la cuestión reside en cómo gestionar la sucesión de Aznar. Se puede pensar que ni siquiera se va a plantear esta posibilidad pues se presentará de nuevo como candidato. Sin embargo, la rapidez en la tramitación de los proyectos legislativos -Universidades, por ejemplo- si va en detrimento de su calidad, parece indicar la renuncia a otro mandato.
Otra cosa es que en el presidente exista la tentación, padecida por Suárez o por Fraga, de actuar en el futuro con el mando a distancia. El resultado, en ese caso, podría ser una recaída en el perpetuo mal de la derecha española, la desunión. Incluso si no fuera así, de momento el PP tiene planteado un problema entre la avaricia de poder de quien está en él y su deseo de una sucesión dócil que consiga revalidar el triunfo electoral, lo que exige rapidez en la decisión.
Pero parece evidente que el sucesor deberá renovar la imagen en dos aspectos importantes. El talante de confrontación resulta muy satisfactorio para una parte de la derecha española pero, aparte de que ese voto ya lo tiene adquirido el PP, a medio plazo provoca gresca gratuita y acaba cansando. La calidad del Ejecutivo es evidentemente mejorable pues la derecha social española está muchos codos por encima de la política. Pero si el PP atendiera a estas exigencias, conservaría las buenas perspectivas electorales, incluso en un entorno más difícil que el del año 2000.
En el caso del PSOE, recientes acontecimientos como los resultados de las elecciones gallegas y el pacto final, tras escarceos diversos para la renovación de las instituciones, han provocado la eclosión de actitudes críticas entre los cercanos. Adelanto que en opinión de un elector centrista, como el que suscribe, el talante de Rodríguez Zapatero es, en general, correcto. Me parece, además, que una actitud socialdemócrata es, para la izquierda, una vía abierta al futuro; sólo con ella conquistará esos votos fronterizos que le pueden dar la victoria.
Dos enseñanzas del pasado deberían ser tenidas en cuenta por los dirigentes socialistas. En 1993, la derrota de la oposición se explicó no sólo por su agresividad sino por el carácter contradictorio de sus propuestas. La corrupción en España da la sensación de convertirse en un arma electoral decisiva sólo por hartazgo, dado ese 'democratismo cínico' de los españoles que les hace sospechar de sus políticos. En el año 2000 una idea sorprendente de última hora -el pacto con IU- se convirtió en bumerán y provocó una inesperada mayoría absoluta. Es poco previsible que el PP sea derrotado a base de agresividad, escándalos o milagros de última hora.
El problema del PSOE no es la moderación o el exceso de pactismo, sino su perfil; sus tentaciones son el desvaimiento, la imprecisión y la confusión entre blandura y vocación mayoritaria. El pacto antiterrorista tiene sentido pero sólo si se mantiene una 'vocación incluyente', abierta a otros, como ha escrito González, sobre todo teniendo en cuenta el uso que de él hace el PP.
El acuerdo final sobre renovación de instituciones hubiera merecido una nueva negociación desde otros criterios, pues de lo contrario amenazaba en quedar, como ha sucedido, en simple contubernio entre partidos. En muchos otros aspectos -organización territorial del Estado, política fiscal...- el PSOE apunta maneras pero no acaba de definirlas y cuando se está en la oposición es preciso hacerlo para salir de ella. 'Definir' en lenguaje deportivo es lo mismo que resolver en el momento decisivo. Y esa capacidad es la que parece faltarle a la oposición en este momento.
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