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Columna
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Los muertos

La muerte es una compañía enigmática y abstracta que se encarna en la realidad viva de los muertos. Si la muerte supone la desaparición conceptual del tiempo, los muertos juegan con el tiempo a su favor y se multiplican por los laberintos del pasado, del presente y del futuro. Los muertos son una realidad y una metáfora, un consuelo y una culpa, una costumbre y una sorpresa, una noticia y un olvido. Necesitan mucho más que un día de fiesta, quieren sentirse bien representados, y prefieren apoderarse de los fines de semana para correr por los calendarios en busca de los puentes. Como los muertos trabajan durante todo el año en las oficinas de las tragedias y las pompas fúnebres, exigen su fiesta o su puente para que los vivos acudan a las ventanillas del recuerdo y de la literatura. Todos los primeros de noviembre los muertos se quitan la ropa de trabajo, abandonan sus puestos en la enfermedad, la guerra, el terrorismo, las catástrofes y la silla eléctrica, y se visten de símbolo, de acontecimiento espiritual, de examen de conciencia.

Al ver los árboles junto a las tumbas o la hierba en la tierra fértil de los cementerios, algunos poetas escribieron que los vivos eran simples portavoces de la lección secular de los muertos. Estaban orgullosos del pasado, de las raíces, de la escritura original de la vida. ¿Es posible mirar hoy el pasado con tan buenos ojos? No hay bandera, himno, bomba o justicia que no esté manchada de tinta. Los números y las letras hacen más daños a la dignidad y a la fe en los muertos que el patetismo sangriento de las víctimas. La sangre salta a primera vista, pero la tinta necesita su tiempo, debe esperar a que los historiadores analicen los secretos de Estado. Detrás de cada militar hay una calculadora, una cuenta infinita, un dios particular con intereses comerciales. ¿De qué muerto podemos sentirnos orgullosos? Por eso los escritores sufrieron épocas de desesperanza, olvidaron las metáforas de los cementerios y recorrieron la ciudad para ver en vivo a los muertos. Larra convirtió el día de difuntos en la celebración de los muertos vivientes, el reino de los políticos y de los ciudadanos contagiados por la putrefacción. García Lorca dibujó el drama vanguardista de las multitudes neoyorquinas, asesinadas y huecas por dentro, y Dámaso Alonso habló de Madrid como una ciudad de más de un millón de muertos, un mundo roto por la humillación petrificada de la posguerra. ¿Pero quién puede hoy, sin hacer el ridículo, decir que Bush, Sharon, Blair Aznar o Bin Laden, son muertos vivientes? Tienen toda la tinta a su favor, la de sus secretos de Estado y la de sus partidarios. La sangre se ha confundido con la tinta, y la conciencia crítica, autocrítica, es la única que parece destinada a ocupar un nicho en los cementerios.

¿Un nicho? Todo huele a quemado, a combustión interna, y vivimos una época simbolizada por la incineración. La conciencia crítica esparce sus cenizas sobre un campo de odio, simulacros y asesinos que todavía llamamos libertad. En mi ciudad, Granada, lo único que funciona bien es la empresa municipal de pompas fúnebres, gestionada por un concejal de Izquierda Unida. ¿No resulta significativo? Todo un símbolo.

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