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LA CRÓNICA
Columna
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El pan nuestro...

Para combatir el que fue llamado 'mal de nuestro tiempo' (qué más da el nombre: estrés, angustia, soledad), algunos recurren al psicoanalista y, tumbados en el diván, proceden a la ardua limpieza de su océano interior. Otros consumen directamente psicofármacos o se encierran en los bares y pubs a la búsqueda del clásico consuelo del alcohol. No son pocos los que todavía visitan los confesionarios o se entregan a redes espirituales más modernas como la cienciología o los clubes de golf (el green es último descubrimieto espiritual de los bisnietos del senyor Esteve). Pero una sólida mayoría de seres perdidos en nuestras ásperas ciudades resisten, sin saberlo, gracias a unos pequeños establecimientos comerciales. Allí se reponen los cuerpos por un módico precio. Y las almas solitarias encuentran gratuitamente, sin recargo alguno, conversación, sonrisa y calor humano. Les estoy hablando de las panaderías.

Las panaderías se han vuelto uno de los últimos refugios de la convivencia social, unas zonas en las que subsiste la charla

Con frecuencia me refugio yo en una de ellas. Mientras me invade una cálida fragancia de azúcares y harinas, aguardo mi turno. Mis amigas Dolors, Conxita y Sònia conocen a casi todo el mundo por su nombre, guardan una sonrisa para el viejo tembloroso, una frase rumbosa para el joven cachas, un comentario irónico para la señora que ha olvidado el monedero, una palabra de ánimo para una anciana muy lenta, una acotación comprensiva para la apresurada mamá que ha zozobrado entre dos niños e innumerables bolsas. Mientras ellas cubren a toda la clientela bajo un suave manto de amabilidad, yo observo la fenomenal oferta de las estanterías. Antes el pan era una única masa repartida en una pocas formas. Ahora las masas y las formas se han multiplicado de tal manera que habría que hacer un máster para poder escoger el pan del día con conocimiento de causa. Perfectamente ordenados en sus múltiples departamentos, observo los panecillos redondos y los alargados, los diminutos o los medianos; las barras gorditas, las grandotas, las muy largas y las aflautadas; los panes abombados o rectangulares, los panecillos con aceitunas, con ajo, con cebolla, con pasas y con nueces; la baguette, el pan ácimo judío, la 'chapata' (sic), los llonguets, el pan de molde inglés, el andaluz, el castellano, el alemán, el de Valls. Para combatir la línea (o para figurarse que se combate), puede uno optar por contenidos más oscuros: pan integral, con semillas, con cortezas, a las cuatro harinas. Por si fuera poco, ahí están, relucientes, barnizadas, las mil formas de la bollería: magdalenas rubias, búlgaros morenos, rosquillas multiraciales, canosos palos de nata, teñidos cabellos de ángel, glaciales donuts, lustrosas ensaimadas, cruasanes con cuernos o sin ellos, rellenos de fránkfurt, de chocolate o de crema. Infinidad de galletas y roscones, bocadillos ya preparados y un infinito y delicioso etcétera redondea una oferta que deja al cliente a punto de explosión incluso antes de que le llegue el turno. Curiosa paradoja: esta fabulosa oferta de pan ha crecido en paralelo a la universalización del ideal de la delgadez. Seguimos devorando pan, como hicieron los antepasados. Ellos lo pedían a Dios. A nosostros, comerlo nos hace sentir culpables. La panadería moderna expresa muy bien el círculo en el que se encierra la vida contemporánea: un círculo en el que la pulsión encaja con la repulsión.

Han desaparecido los colmados de los barrios. En los pueblos cierran las pequeñas tiendas de alimentación, engullidas por la fenomenal centrifugadora de los hipermercados. Las panaderías, en cambio, florecen en todas las esquinas y están llenas de clientes hasta la bandera. Gracias a la fenomenal variedad de su oferta, el gremio del pan ha sabido, sin duda, adaptarse a la competitiva exigencia del mercado. Un par de razones más contribuyen a explicar este éxito. Las panaderías son los últimos reductos de la antigua convivencia civil. En los viejos tiempos, la gente alternaba en las calles. Ahora se habla mucho. Más que nunca, posiblemente. Gracias al teléfono celular. Pero sólo con gente conocida. Incansablemente charloteamos por la calle: con íntimos o compañeros, encastillados en nuestra particular muralla. Con el tránsito desapareció el vecindario. Y con la tele, las sabrosas charlas veraniegas al fresco. Fulminadas primero las boticas, después las porteras y, últimamente, los colmados, han desaparecido las tertulias espontáneas. Trabajamos en una parte, dormimos en otra, compramos en un centro comercial. ¿De dónde somos? De aquel lugar en el que desayunamos o cenamos con regularidad. Cenas y desayunos caseros son imposibles sin la inestimable colaboración de las panaderías. No es extraño, pues, que en ellas resista el calorcillo fraternal perdido. Las mejores asistentes sociales son, con toda seguridad, las Dolors, las Sonias y las Conxitas que trabajan en las panaderías, con su frase amable para cada cliente, con su infatigable sonrisa. Aunque muchas veces la procesión va por dentro. Conxita vivió un duro episodio. Dolors, que es la dueña, tiene a su marido, el panadero, desde hace meses en el hospital.

El pan está en la Biblia, en el Egipto faraónico, en la sabia Grecia, en la oriental Persia, en la madre Roma, en el Evangelio y, por supuesto, en el Corán. Más allá del posible conflicto de civilizaciones, el pan nuestro de cada día demuestra palmariamente la profunda unidad que vincula a todas las culturas que descienden del monoteísmo mediterráneo, las cuales a su vez proceden de una matriz más antigua aparecida en el cruce entre Europa, África y Asia, una zona que abarca el último tramo del Nilo, el Mediterráneo oriental y los cursos del Tigris y el Eúfrates. Siempre ha sido un zona caliente. Allí nació el pan. A dos pasos de Afganistán. Nació hace miles de años uniendo los estómagos. A lo mejor conseguirá algún día unir los corazones.

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