Unos patos que vuelan sobre la nada
Nada más conocer a Leopoldo María Panero (Madrid, 1948), Gimferrer se refirió a él como 'el único de nosotros que puede ser un Byron o un Shelley', y a sus instancias lo incluyó Castellet en Nueve novísimos de 1970. Por su parte, el malogrado Eduardo Haro Ibars, su antiguo compañero en los penales de Carabanchel y de Zamora donde los alojó la ley franquista 'de vagos y maleantes', escribía en 1984 que 'Panero es un fracaso: como poeta, como hombre, como suicida'. Los ejemplos de elogios categóricos y de rechazos inapelables son tan abundantes que fomentan el deseo de fijar a Panero en el mapa de valores literarios.
La tarea no es fácil, porque Leopoldo María es el arquetipo de un malditismo cultivado tanto como repudiado, sin membrana entre vida y literatura. Rodeado de poesía por todas partes, su padre, Leopoldo Panero, fue el protagonista ausente en la película de Chávarri El desencanto (1976), donde su viuda y los tres hijos procedieron a una exhumación de las miserias familiares que alcanzó la grandeza de una vanitas barroca. Pero ese malditismo no le ha impedido ser el primer sesentayochista en incorporarse a la nómina de clásicos de la editorial Cátedra, contar con una espléndida biografía de J. Benito Fernández que desmenuza los avatares de su ruina, e insertarse en la historia literaria, las antologías y los programas académicos, como si la cofradía de los cuerdos padeciera una variante del síndrome de Estocolmo que la empuja a integrar en el sistema a quienes pretenden dinamitarlo. Claro que nada es gratis, pues ya apuntó Talens que, tras su canonización cultural, el hereje que niega los dogmas de la tribu queda reducido a la condición de pecador o mero transgresor de sus preceptos.
Panero desvela los tabúes de la cultura: la homosexualidad, las drogas, el incesto, la blasfemia
Por el nexo entre arte y vida, Leopoldo María es una reliquia del tiempo en que 'el oficio de poeta implicaba llevar una vida ejemplar' (Félix de Azúa). Ello lo aproxima a Nerval, a Poe, a Rilke y, de modo más específicamente literario, a Artaud, a Genet, a Kafka, a Trakl. Espíritus contiguos, sí, pero ningún Virgilio que le guíe en los infiernos de sus alucinaciones, cuyos pasadizos tienen las salidas obturadas, y donde sólo algunos relámpagos apocalípticos alumbran el vacío. Allí subvierte los mitos totémicos de nuestra cultura (Cristo, la madre) y desvela a dolor vivo sus tabúes: postrimerías, homosexualidad, drogas, incesto, coprofilia, necrofilia, blasfemia.
La poesía de Panero no ha crecido en espiral desde un centro en que estaría apriorísticamente registrado su futuro despliegue. La linealidad en el avance se interrumpe hacia 1980. Libros posteriores a Narciso en el acorde último de las flautas (1979), y sobre todo a El último hombre (1984) o Poemas del manicomio de Mondragón (1987), están ya aposentados en ese agujero negro cuya irresistible atracción gravitatoria los hace partícipes de la misma oquedad obstinada, embarrancados en una estética cuya imposibilidad de progreso los condena a girar alrededor de sí. Nacidos sin las contracciones del esfuerzo, estos poemas son, por su antiformalismo, el reverso del paradigma platónico. Una vez desflecado el hilo de la evolución, el único aglutinante capaz de convertir las sucesivas entregas en un libro es el sujeto: un sujeto, es verdad, fragmentado en esquirlas, que a veces cuestiona la entidad de autoría (véase el texto introductorio de Teoría, 1973) o se diluye en una escritura al alimón: con Claudio Rizzo, con Luis Arencibia, con J. L. Pasarín, últimamente con José Águedo Olivares, con quien acaba de publicar Me amarás cuando esté muerto. Es eso, al cabo, lo que hay: un yo que contrarresta la discontinuidad de las imágenes, ensambla los añicos de la sintaxis y armoniza, si cabe aquí la palabra, las contradicciones de concepto.
La presente edición, preparada por Túa Blesa, amplía mucho la anterior recopilación en Visor de 1986, e incorpora libros completos frente a antologías como Agujero llamado Nevermore. En 1999 se detiene, a despecho del título, esta ya no 'poesía completa', donde figura Teoría lautreamontiana del plagio pero no Abismo (ambos de 1999) ni los libros posteriores o los escritos en colaboración. Estos poemas habrían podido registrarse en un existencialismo confesional, de calado expresionista, siempre que hubieran dispuesto de un interlocutor, inmediato o inaccesible, a quien dirigirse o contra quien rebelarse; pero no es así porque, según afirma el autor en carta de febrero de 1987, escrita en uno de sus manicomios, en las estancias pavorosas de su averno no hay nadie: 'Sólo Prometeo atado a una roca, y unos patos que vuelan sobre la nada'.
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