Brillante raíz del color
José Manuel Broto (Zaragoza, 1949) es, no sólo, una de las figuras de referencia indudable en el devenir de la escena artística española de las últimas décadas, sino también, de entre ellas, una de las que ha consolidado hasta el presente una trayectoria de más firme y mejor sostenido aliento. Y ello bajo el signo de ese tipo difícil de apuesta capaz de conjugar, en compleja ecuación, identidad y cambio, esto es, la capacidad de iluminar territorios radicalmente inéditos en la evolución de su poética, sin que eso suponga en modo alguno, antes al contrario, amnesia o desistimiento frente a lo anterior.
'He recobrado', decía Bro
BROTO
Galería Soledad Lorenzo Orfila, 5. Madrid Hasta el 17 de noviembre
to hace unos meses, 'la libertad en la elección de los colores'. Lo afirmaba, de hecho, a propósito del espectacular ciclo de papeles que presentó el pasado junio en el monasterio de Santo Domingo de Silos, serie que antecede de forma inmediata y que tan íntima relación mantiene con el conjunto de telas reunido ahora por su actual muestra madrileña.
Y, en efecto, lo que en primer lugar nos impacta al contemplar el deslumbrante giro desplegado en estos lienzos de ultimísima hornada es la audaz, enrevesada y, a la par, tan grácil y, en apariencia, fluida libertad que la primacía del color cobra en la deriva actual del hacer de Broto. Luminosa eclosión festiva que, ya apuntamos, como en la destreza del ilusionista, troca en prodigiosa naturalidad articulaciones cromáticas de alto riesgo.
Para concentrar las miradas sobre ese eje, el pintor aragonés abandona aquí radicalmente las evocadoras resonancias apuntadas por las claves de denominación que su obra anterior introdujo a partir de los ochenta, para circunscribir el título de cada obra actual a la reiteración del término, de tan engañosa neutralidad, de pintura abstracta seguido por la correspondiente numeración en la continuidad serial.
Recurso de larga tradición en las estrategias de la modernidad, que reafirma la estricta especificidad de lo pictórico, sugeriría virtualmente un reencuentro, bien que en un territorio de juego de modulación bien dispar, composiciones que guardan algún eco de las tempranas militancias corales que el artista mantuvo en los años setenta.
De igual modo, la emergencia de lo geométrico, con sus franjas y articulaciones octogonales de campos de color (a los que Carlos Ortega se refiere en este caso, con acertada apropiación de terminología heráldica, como Cuarteles) no sólo mantienen algún motivo característico que afloraba, a modo de contrapunto, de entre la turbulenta marea pasional de ciertas obras anteriores, sino que, en principio, permitiría remontarse hasta un antecedente germinal en las iniciales querencias constructivas que inauguraron la búsqueda de Broto.
Sin embargo nada, en rigor, hay aquí de rechazo o ruptura con lo que le precede, ni de retorno pendular hacia el propio origen, sino, a la manera de las destilaciones sintéticas o los ascensos en espiral, conclusión natural de un viaje que cierra el círculo dialéctico de pasado y presente, o de identidad y cambio, para abrir con ello una encrucijada en el camino que es, a la postre, eje de coordenadas de un territorio que, conteniendo la suma del propio rastro, instaura paradójicamente un horizonte enteramente nuevo.
Y lo que, en ocasiones, para
muchos puede ser, es cierto, también anuncio de extravío, para los artistas de fuste mayor, como Broto aquí, con la pugna que la fusión del color desdobla entre orden y medusea dicción serpentina del gesto, equivale a constante ascender, crecientemente liberado de la gravedad, hacia el centro, desnudo y enigmático, de la propia raíz.
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