La seguridad viaria y la ley
Se acaba de aprobar una nueva ley de tráfico y uno puede pensar que buena falta hacía. El pasado puente del Pilar, murieron casi 40 personas en toda España, una decena en Cataluña. Quizá la relativa cercanía con la que viví uno de esos terribles accidentes me hizo preguntarme si hemos de acoger esa constante cascada de cifras luctuosas como algo inevitable o si realmente puede hacerse algo más que lamentarse periódicamente y sufrir cada cierto tiempo el azote de alguien cercano que muere o queda gravemente herido en la carretera. Existen organismos y profesionales dedicados a ello, pero quizá el poco debate sobre el tema no ayuda a que las medidas que adoptar sean todo lo drásticas que deberían.
España sufre casi tantas muertes al año en accidentes de circulación como las que ocasionó el hundimiento de las torres gemelas de Nueva York (en el año 2000, 4.300 muertos y 3.700 heridos graves, sin contabilizar las áreas urbanas). España tiene el tétrico honor de figurar junto, con Francia, Grecia y Portugal, en la avanzadilla de los países europeos en número de accidentes mortales. En los últimos 10 años se ha mejorado algo si tenemos en cuenta el aumento de vehículos que circulan, pero aun así la situación deja mucho que desear. Es evidente que no podemos imaginar una situación en la que sigan circulando millones de vehículos al día y no se produzcan efectos colaterales del uso del automóvil o de la motocicleta. Pero de ahí a aceptar el 'ya se sabe', existe un largo trecho. La glorificación del vehículo privado desde los últimos sesenta y la poca conciencia en el país sobre las cuestiones de seguridad laboral o viaria indican que nuestra sociedad tiene un esquema de prioridades que me atrevería a señalar como obsoletas. Preocupa más aumentar las capacidades de consumo (confundiendo calidad de vida con poder adquisitivo), adquirir automóviles más y más potentes como signo de progreso individual, que mejorar el apartado de la seguridad y de la conservación de la propia indemnidad, o buscar criterios de movilidad más acordes con los límites evidentes de la lógica incrementalista actual.
¿Podemos hacer algo? La nueva ley tiene poco de nueva, por mucho que regule el uso de los teléfonos móviles. Sigue con la confusión entre seguridad y régimen sancionador. No quiero decir que me parezca negativa la reforma, sino que peca de timorata y excesivamente apegada a lo de siempre. Sin las restricciones lógicas de los legisladores y dejando al margen consideraciones más generales sobre movilidad, se me ocurren algunas cosas, sin caer, espero, en limitaciones abusivas de libertades y derechos. Por ejemplo, prohibir el acceso a bebida alcohólicas en todas las estaciones de servicio de autopistas y carreteras, como ocurre en muchos países europeos. Soy consciente de que ello no impedirá que se beba alcohol y se siga conduciendo, ya que seguirán existiendo mil y otros sitios en los que procurarse la bebida, pero al menos se dificultará el acceso. También declarar obligatorio para cualquier vehículo que se venda a partir de una determinada fecha el que disponga de airbags y del sistema de antibloqueo de los frenos. No entiendo que si esos artilugios salvan vidas puedan ser considerados extras. No creo que nadie en su sano juicio admitiera al ir a comprar su vehículo que le dejaran optar entre un coche con frenos y otro sin ellos. Me imagino que las resistencias ante una medida de este tipo surgirían de la propia industria del automóvil, ya que la obligatoriedad de tales elementos provocaría un aumento de los precios y podría disuadir a los compradores de los segmentos más bajos, provocando una hipótetica crisis del sector. Pero ¿es ésa un razón que socialmente deba atenderse? ¿Estamos dispuestos a plantear un dilema entre puestos de trabajo (o mantenimiento de la industria) versus vidas? Si es así, que se expliquen las razones y discutamos socialmente las ventajas e inconvenientes de mantener la situación actual o modificarla. Si no, lo que acaba sucediendo es que la seguridad es, una vez más, un problema de renta. Se podría asimismo mejorar la seguridad de los peatones en las ciudades, obligando a reducir la velocidad en las calles, a través de elementos de diseño urbano que creasen más espacios seguros y forzasen a reducir la velocidad. Modificar el sistema de sujeción de los raíles de protección en las carreteras, que provocan graves accidentes a los motoristas. Obligar a las concesionarias de autopista a invertir más en seguridad. Publicar y difundir los crash-test de los automóviles. La lista podría seguir. ¿Qué impide actuar?
¿Es o no prioritario el tema socialmente? Ahora no lo es, y así no es de extrañar que los habitantes de un pueblo tengan que salir a la carretera después de que se produzca el enésimo accidente mortal en un punto negro, para conseguir que los de obras públicas les hagan caso. O que la carretera de Cervera a Igualada parezca un vía crucis por las personas que han dejado su vida en ese monumento al desgobierno en Cataluña. Si nos tomamos el asunto en serio, deberíamos hacer algo. Quizá fuera conveniente crear una agencia pública que pueda asumir de manera trasversal e integral el problema. La Dirección General de Tráfico o la dirección correspondiente de la Generalitat sólo pueden constatar los puntos negros de las carreteras, pero su resolución depende del ministerio o de la consejería correspondiente. Los temas de seguridad de los vehículos dependen del negociado de industria; los de educación viaria, del educativo; la autorización de venta de alcohol, de los de comercio, y así hasta el infinito. ¿No podemos crear un organismo con capacidad y competencias para desarrollar una labor transversal?
Bienvenida la nueva ley. Bienvenida la norma que ha entrado en vigor y que rebaja el límite permitido de alcohol en la sangre. Pero no olvidemos que el número de vehículos no para de crecer (20 millones registrados en 1996) y que el número de conductores ronda los 20 millones. Tanta gente conduciendo, tantos vehículos en las carreteras y ciudades, exigen más esfuerzo que el que se desarrolla. Las pérdidas en vidas humanas y las secuelas de todo tipo de los accidentes requieren algo más que prudentes medidas de reforma.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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