El número uno
En 1962, al final de uno de sus célebres Mano a mano que publicaba en un diario de Barcelona, el reportero Manuel del Arco pedía la opinión de su entrevistado, el recién inaugurado ministro de Información y Turismo del undécimo Gobierno del general Francisco Franco, Manuel Fraga Iribarne:
-¿He sido yo objetivo, señor ministro?
-¿Es éste su final?-, me preguntó.
-Si le parece..., usted sabe que siempre la última frase es mía.
-Pues en esta ocasión, no-. Fin de la entrevista.
La objetividad era suya, la prensa era suya y luego fue suya la calle, y ahora, en su senectud, Galicia es suya, porque don Manuel sigue empeñado en decir la última palabra hasta el final y en dictar cuándo ha de ser ese final. Sobre la capacidad de preservarse en el poder de ciertos políticos gallegos, Franco, Fraga, Castro, corrieron los chistes y se multiplicaron los chascarrillos, pero lo cierto es que cuando a los 42 años, una edad muy temprana para ser ministro, Fraga se hizo cargo del Ministerio de Información y Turismo, tardamos mucho tiempo en enterarnos de que era gallego, porque, como su superlativo mentor, no ejercía de tal, sino de todo lo contrario, como estadista de un Estado fuertemente centralizado que aún conservaba, al menos en el florido campo de la retórica, ciertas veleidades imperiales.
Cuando a don Manuel le hicieron ministro por la gracia de Franco, vivía en el bloque 3 de la residencia para catedráticos de la Ciudad Universitaria de Madrid. Algunos colegas de su entorno académico decían que le cabía todo el Estado en la cabeza, aunque a muchos de sus alumnos no les cabía en la cabeza aquel Estado que se había sacado de la bocamanga de su guerrera el caudillo del Ferrol, suyo de él que ahora lo es de su paisano y aventajado alumno.
Don Manuel Fraga había sido en su infancia y juventud un alumno aventajado, número uno de todas sus promociones según sus biógrafos, un alumno capaz de sacar los colores en clase a sus profesores y de suplantarles en cuanto le dieran la mínima oportunidad. Se la dieron o se la tomó pronto, porque a los 22 años ya era encargado de cursos en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de Madrid, y a los 26, catedrático.
Yo no me hacía una idea de don Manuel en su papel de aventajado alumno de nadie hasta que un día tropecé con una fotografía suya en el escaparate de Beringola, un establecimiento fotográfico de la calle del Pez, junto a la desaparecida Universidad de San Bernardo. Beringola exponía las fotos de las orlas académicas, y en una de ellas, enlutado en su toga y mirando con fijeza a la cámara como si estuviera a punto de pedirle cuentas al fotógrafo, aparecía enérgico y flaco pero dispuesto a comérselo todo.
En aquella fotografía ya se veía el embrión del ministro que en nombre de la libertad de prensa, su libertad de prensa y de la Ley de Prensa, su ley de prensa, cerraba revistas, expedientaba periodistas y clausuraba editoriales con la misma avidez que reinauguraba paradores nacionales. Que entre las revistas y editoriales cerradas se contaran varias a las que yo enviaba mis primeras colaboraciones llegó a parecerme una cuestión personal, que abarcaba también a mis amigos como Manolo P., un emprendedor librero que se vio obligado a ejercer su oficio en la clandestinidad para dar salida a los lotes de textos recién prohibidos, o a punto de prohibirse. La guerrilla libresca de Manolo P. tenía como armas una mesa plegable y un cajón lleno de libros con los que atacaba con nocturnidad a la salida de los cines de arte y ensayo y de los conciertos de cantautores prohibidos o prohibibles de los colegios mayores, fecundo vivero, todo hay que decirlo, de potenciales clientes.
Cuando Fraga dejó de ser ministro, desplazado por el Opus, Franco le agradeció los servicios prestados y le nombró director general de Cervezas El Águila. Duró poco en el imperial cargo, pero dejó para el recuerdo una declaración gloriosa: 'En España se bebe todavía poca cerveza', que en sus labios sonaba como una imperiosa orden de cuyo cumplimiento pensaba encargarse personalmente.
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