Mozárabes
No hace muchos días, un columnista escribía la sorprendente afirmación de que 'están saliendo mozárabes de debajo de las piedras', y concluía con una fantástica fabulación en la que aparecía la esposa de Pujol vistiendo la burka afgana y recitando suras del Corán. Más allá de la ignorancia que aquí se revela, lo cierto es que manifiesta muy bien el habitual desconocimiento acerca de quiénes fueron los mozárabes. La confusión viene en buena parte provocada porque el nombre con que se les designa suena demasiado a 'árabes'. Y, en efecto, fue esa proximidad la que les dio nombre, pues 'mozárabe' significa precisamente 'arabizado', aquel que adopta las formas externas (y, a veces, también internas) que definen convencionalmente a los árabes.
Pero no eran árabes, ni podían serlo: justamente, los mozárabes lo eran en tanto que permanecieran cristianos, continuando en el Al-Ándalus medieval las viejas creencias y la antigua cultura que la cristiandad romana y el legado visigótico habían conformado antes de que Muza y Tariq desembarcaran en Tarifa. Dos fueron sus rasgos distintivos en la España musulmana: ser cristianos y hablar una variedad de lengua romance (pero incluso esta última la perdieron muchos de ellos).
Los mozárabes sobrevivieron en la España omeya, algunos llegaron a elevados puestos en la administración y en la corte. Pero en conjunto eran un grupo marginado, cercado por la dominante cultura arábiga y musulmana. Protagonizaron numerosas rebeliones y fueron objeto de persecuciones. Por ello, emigraron constantemente a los nuevos reinos cristianos (León, Aragón, Castilla), donde guiaron la Iglesia, la cultura y la configuración de las nuevas ciudades. Pero allí, inmersos en un entorno aparentemente favorable, su identidad se diluía: no extraña, pues, que los mozárabes del Toledo ya castellano prefirieran el árabe para distinguirse.
Cristianos en un mundo musulmán, arabizados en un mundo cristiano, los mozárabes acabaron siendo sospechosos para todos. Los fanáticos almorávides y almohades descabezaron su estructura eclesial, los deportaron a África o, simplemente, los asesinaron. Pero también los nuevos aires de la Iglesia medieval, traídos de Francia e inspirados por el Papado, les fueron desfavorables: considerados herejes o cuasi moros, sus ritos, su escritura fueron sustituidos por otros foráneos. Al cabo del tiempo sólo dejaron su recuerdo en algunas ermitas, en el rito mantenido en alguna capilla toledana, y en palabras tan entrañables como gazpacho, alcayata, habichuela, corcho o regomello (que los castellanos, ciertamente, tomaron de labios que ya hablaban en árabe). Su destino parece anticipar el que siglos más tarde, en una situación paralela pero invertida como en un espejo, sufrieron los mudéjares, luego moriscos: el difícil destino de la incomprensión entre gentes que no piensan y no creen lo mismo.
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