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Columna
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Vacunas

Yo tenía la señal de la vacuna de la viruela, aunque hace meses o años que no la veía: la costumbre borra las cosas, dejamos de vernos esa pequeña cicatriz que teníamos en una ceja. Aquí está mi vacuna, donde siempre, en el muslo, parecida a una rodaja de plátano. Luego se hicieron menos escandalosas las vacunas, como si las cosas se modernizaran achicándose (los teléfonos móviles, por ejemplo). Y por fin se extinguió la viruela y sólo quedaban unas cepas en algún laboratorio, y ahora el gobierno de Estados Unidos encarga 300 millones de vacunas contra la viruela en el pánico al ataque bioterrorista.

Bioterrorista es una palabra monstruosa, contradictoria, una insana mezcla de vida y terror, pero los anglosajones tienen claro que la lengua, además de ser fiel al diccionario y las costumbres gramaticales, debe nombrar la realidad: inventan palabras fácilmente. Bioterrorista: aquí están el viejo terror y la vieja vida. Leo en The Economist que en la Edad Media ya existía la guerra biológica, cuando los sitiadores lanzaban cadáveres de apestados por encima de las murallas para infectar una ciudad. ¿Es verdad? Se ha impuesto una imagen de nuestra última guerra: el mundo que vive bien contra el mundo que sobrevive, el bienestar occidental contra el malestar de Oriente, riqueza contra pobreza, aunque las masas paupérrimas sigan a señores feudales ultramillonarios. Hay una idea de la pobreza como contagioso foco de enfermedad, y, en la visión esquemática de la nueva guerra como choque entre pueblos pobres y ricos, el ataque contra Occidente es un ataque con microbios.

Igual que ha vuelto a aparecer mi vacuna de la viruela, ha aparecido un talibán en Málaga. Es la cabeza visible de quince musulmanes que ocuparon la mezquita de la calle San Agustín: un granadino hijo de inmigrantes y criado en un barrio musulmán de Bruselas, defensor de la mentalidad talibán. Vive de recoger en las basuras de Málaga lo que vende en Melilla y Ceuta. Es otro cliché en la guerra de clichés: la imagen malagueña del enemigo. Pasamos estos días en ese estado de suspensión que precede a las mudanzas y los cambios estacionales (presentimos que el mundo está girando vertiginosamente), esos días en que reparamos en antiguas cicatrices y descubrimos seres que existían y no llegábamos a ver: nuestro talibán y nuestro Afganistán interior, por ejemplo. Una ciudad está hecha de muchos países y muchas épocas mezcladas.

He visto que el monte verdea y descubro otra vez el jardín de la plaza de la Trinidad de Granada a principios de un curso lluvioso, y piso las piedras de la calle Trancos de Nerja y veo la hierba que crecía en este tiempo entre las piedras de la Calderería de Granada, cuando subía con mi madre algún lunes a la iglesia de San Nicolás, pretexto sagrado para una larga caminata. Eran los años de la vacuna de la viruela, que se ponía en la pierna o en el brazo haciendo una incisión con un plumín y dejaba una gran O alargada e imborrable. ¿Van a resucitar ahora aquella enfermedad muerta? Son infinitas las posibilidades del ser humano para, además de retroceder en el tiempo, dañarse a sí mismo.

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