Horizonte caníbal
Se han introducido cambios en la nueva edición de Supervivientes, pero el resultado, después de tres semanas en antena y tres expulsados, deja un regusto a cosa todavía no lograda. La cuestión que había que resolver era la siguiente: ¿cómo se explican las audiencias de la primera entrega en comparación con las de Gran Hermano? Según la lógica perversa en que ambos se basan, Supervivientes tiene mayores atractivos que GH. La competitividad se desata y afloran comportamientos ancestrales. Mientras los concursantes de la casa experimentaban una regresión a la infancia, con zancadillas de patio de colegio, los de la isla sufren una regresión a la tribu, a los tiempos oscuros en los que una cucharada más de sopa significaba la diferencia entre la vida y la muerte.
El principal asunto que se ha corregido es temporal. Si el año pasado el programa empezó a ser emitido cuando los concursantes habían ya regresado de la isla, ahora el desfase entre las imágenes y el momento en que fueron grabadas es de una semana. Los reportajes son enlatados, pero el espectador sabe, mientras los está viendo, que los concursantes siguen allí. Parece una cuestión baladí, pero no lo es. Cuanto menos transcurre entre los hechos y su contemplación mayor es la implicación del espectador. De otro modo no se entiende que unos energúmenos aburriéndose en una casa acaparen más atención que un grupo recluido en un entorno extremo donde el problema no es sólo encontrar compañero de cama, sino, además, guarecerse de la lluvia o buscar comida.
El otro reto era acercar a los concursantes al espectador, y se ha acometido por dos vías: incrementando su presencia diaria gracias a los resúmenes incluidos en Nada personal y cambiando el formato del programa semanal, que pasa a ser como el de GH, sólo que si en éste la eliminación se producía en directo, en Supervivientes, debido al inconveniente geográfico, lo único en directo son las entrevistas del plató. La sensación de proximidad se desmorona. Falta dinamismo entre los reportajes y el directo, y Lobatón, que tiene un aura seria a lo Mercedes Milá, pero menos nervio, parece perdido, lastrado por una gravedad que quizá se justificaba en ¿Quién sabe dónde?, pero que aquí está fuera de lugar.
Una última pega. Los concursantes no están sometidos al voto del espectador, lo cual contribuye a que se quiten las máscaras, pero, a cambio, crece nuestra desesperación por no poder influir para librarnos de los indeseables. Si encima la isla no está desierta y, como parece, pueden escaparse a por tabaco, la tentación está servida.
[Supervivientes II tuvo en su estreno el 23,5% de cuota de pantalla, aunque el domingo pasado bajó al 18,9%].
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