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Columna
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Que nos quiten lo 'bailao'

Leo en la prensa que varias asociaciones de laringectomizados han perdido una demanda ante los juzgados de primera instancia de Bilbao. No se trata, en este caso, de pedir indemnizaciones a la industria tabaquera, ni de exigir a ésta una mayor información acerca de los peligros del tabaco, ni de cualquier otra pretensión que tenga que ver con sus intereses privados o con alguna clase de vago interés social o colectivo. No, en este caso se trata, a la brava, de exigir 'la prohibición de la fabricación, distribución y comercialización del tabaco'. La medida, a mayor abundamiento, se solicitaba 'de manera cautelar', mientras se ventila otra larga serie de demandas.

A uno le inspiran respeto los damnificados, de cualquier especie y condición, que se unen bien en defensa de intereses privados, bien con la loable voluntad de eximir al resto de la humanidad de sus mismos sufrimientos, pero el articulista (al margen de su derecho a tomar también partido, ante la evidencia de que la gente va poniendo demandas por ahí que afectan directamente a sus costumbres) preferiría centrarse en un efecto paradójico que siempre se produce a la vista de las iniciativas de esos titanes de la salud.

El mundo está lleno de antiguos aventureros que predican la prohibición de la aventura. El mundo está lleno de conversos que no sólo abjuran de su vida anterior, sino que pretenden que el resto de los mortales no pueda vivirla. En esto los laringectomizados (desde luego, merecen el palabro) no son mucho mejores que esos duros alcohólicos que proscriben el alcohol mediante cruzadas prohibicionistas.

Sin duda muchas matizaciones serían pertinentes. Pero resulta paradójico que aficionados a la ginebra, que se han bebido destilerías enteras a lo largo de treinta años, exijan ahora a los jóvenes que no prueben la cerveza, o laringectomizados, que fumaban caldo de gallina sin filtro desde sus años de primaria, pretendan que yo no pueda fumarme una pipa mientras leo un libro por la noche.

Demasiados tutores y bienhechores, dispuestos a arreglarnos la vida, y generalmente bienhechores que se han pasado la vida haciendo de las suyas. No hay más que ver el rostro de Mette Marit, la esposa del príncipe noruego Haakon, que después de años y años de sexo, droga y rock & roll aparece ante las cámaras con aspecto de no haber roto un plato, pidiendo perdón por sus errores y ejemplificando un modelo de conducta que impediría a las adolescentes noruegas dar un beso a su novio en la mejilla.

Hay que resistirse a todos estos consejeros que nunca predicaron con el ejemplo. Ahora se ha puesto de moda, entre los novelistas más eximios, anunciar la muerte de la novela. Lo hacen autores consagrados que se han pasado la vida escribiendo novelas (y más de uno forrándose con ellas), como si, casualmente a partir de su jubilación, asistiéramos a una especie de Fin de la Historia literaria. Quizás tienen razón y quizás por eso, al que escribe, le está costando tanto escribir su cuarta novela. A lo mejor está muerta, y hay que reanimarla todos los días, pero resulta gracioso escucharles esta profecía tan macabra, la muerte de la novela, y que haya muerto precisamente ahora, después de que ellos escribieran lo suyo.

Ex fumadores que nos piden que no fumemos, ex bebedores que nos ruegan que no bebamos, ex novelistas que nos exigen desistir de contar nuestras historias, la antaño desatada Mette Marit predicando moderación en las costumbres. A lo mejor espero yo también a escribir mi columna número 5.000 para declarar muy seriamente que el periodismo de opinión es un ejercicio inútil, trasnochado (aparte de desencadenar un daño atroz en el cerebro) y que ya no puede añadirse prácticamente nada a lo dicho hasta el momento. Y entonces los columnistas más jóvenes tendrán derecho a decir de mí lo que yo pienso de ciertos prohibicionistas, aunque no me atreva a reproducir, en esta modesta columna, los adjetivos que merecen.

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