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Columna
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Recuento de otoño

Siempre, en cada otoño, quienes por mandato de nuestro oficio estamos metidos en el berenjenal del día tras día y del parto, innnumerable, inabarcable, del cine de ahora, solemos buscar, para orientarnos un poco en medio del disparatado diluvio de títulos de películas que nos golpean por dentro los ojos, la manera de echar un golpe de vista, selectivo y vengativo, hacia atrás, hacia la inabarcable enormidad de la ración anual de filmes que nos hemos tenido que tragar crudos, sobre todo en el lujoso pesebre de los cuatro escaparates de nuevas películas que más ancha convocatoria alcanzan, que (por orden cronológico) son los festivales de Berlín, Cannes, Venecia y San Sebastián, trufados con otros encuentros menores y con el mayor de todos, que obviamente es la comedia musical californiana del tío Óscar.

Una suma a dedo, que nunca es exacta, pero que en números redondos jamás falla, habla desde cada otoño de los varios, más bien muchos, centenares de películas que sin aviso previo, a pelo, han de verse en ayunas, y así, con la trastienda vacía, calibrarse sus valores, o la falta de ellos, según nacen y sobre su terreno. Y se trata de ver o entrever si logramos hacer que salten hacia fuera, de la grisura de la memoria de esa mortal y amorfa enormidad de títulos, algunos pocos destellos de cine distinguible, vivo e inolvidable, de esa rara estirpe que al verlo a bote pronto se huele uno -que ya tiene por fuerza algo adiestrado el olfato en este tipo de veloces cálculos a ojo- que seguirán siendo visibles el año que viene y, quizás, aunque esto es ya mucho ver, la década que viene.

Que hace unos pocos meses, en marzo o en abril, la ya obviamente declinante, engullida por la generosa voracidad del olvido, inanidad de las oquedades de Gladiator y de su tosco protagonista, Russell Crowe, se alzaran como monarcas con los oscars a la mejor película y al mejor actor del año pasado es un delirante ejercicio de entronización de la mentira cinematográfica, que casi lo dice todo acerca de por dónde traza el cine de ahora sus caminos de mala muerte. Los premios, en este tipo de pujas gremiales, no tienen nunca valor de absolutos, pero lo cierto es que se erigen al nacer como si lo tuvieran y nos dejan como consuelo la liberadora facilidad con que luego se nos vienen abajo ellos solos, como castillos de naipes, y ponen a las claras en estos recuentos de otoño las estúpidas calenturas de la primavera. Que, por ejemplo, y no es el único, la arriesgada y excelente Traffic, película de verdad, se quedara en las cunetas del Oscar expulsada por una lamentable simulación de película es casi una norma en el show televisivo de la Academia de Hollywood, en el que, como se sabe, el cine, el arte del cine, es el último mono de la compañía. De ahí que sea ahora gozoso recordar que esta gran obra derrotada de Steven Soderbergh fuese, junto con la generosa ruptura de normas de la Intimidad de Patrice Chéreau y la turbadora La ciénaga de Lucrecia Martel, algo, un poco, un soplo de ese raro cine que, visto desde el otoño, se intuye que irá más allá del invierno y quedará vivo e intacto aunque proceda de la paliza de cine rutinario que fue en febrero el último festival de Berlín.

En el Festival de Cannes, tres meses más tarde, saltó a la luz y la celebridad la magnífica La habitación del hijo, vibrante e inteligente melodrama donde Nanni Moretti da lecciones de sabiduría de su oficio. Pero salta en el espejo de los observatorios del otoño la, menos evidente, evidencia de que la verdadera gran triunfadora, la ganadora oculta, de este encuentro supremo primaveral del cine fue otra obra de más enjundia dramática y mucha mayor dificultad, La pianista, donde la pequeña inmensa actriz Isabelle Huppert hace una de las más difíciles y complejas interpretaciones del cine reciente y el austriaco Michael Haneke se nos confirma como uno de los creadores de cine de ahora con rasgos inequívocos de cine futuro.

Y, por supuesto, sigue completamente vivo el truco de magia vendedora de películas invendibles que inventó Lars von Trier en su astuto, divertido e inteligente manifiesto Dogma, de manera que dos maravillosas pequeñeces cómicas de esta pícara y magnífica especie, Italiano para debutantes, de la joven danesa Lone Scherfig, y Truly human, del veterano sueco Äke Sandgren, salieron con fuerza adelante de las encerronas de los festivales de Venecia y San Sebastián, donde se ve ahora de soslayo, a toro pasado, que -como ocurrió en Cannes, donde La pianista fue la vencedora subterránea- las verdaderas películas ganadoras no fueron las que figuran como tales en las actas del jurado, sino otras.

En Venecia volaron -por encima de la estupenda película india ganadora, Boda en el monzón, de Mira Nair- a la llamada del cine que puede seguir vivo cuando pase el invierno, el humor de la pequeña maravilla iraní titulada El voto es secreto y la energía vivificadora del impulsivo filme mexicano Y tu mamá también. Y en San Sebastián, muy por encima de los titubeos de aprendiza de la película chilena ganadora, Taxi para tres, sabe a cine futuro En construcción, una honda hermosura de José Luis Guerin que engrosa la apasionante conjunción, e incluso la fusión, entre poema y documento inciada en el cine español por La espalda del tiempo y Asesinato en febrero.

Son éstas y pocas más -ahí quedan Voy a casa, de Manoel de Oliveira; Silencio roto, de Montxo Armendáriz; Yiyi, de Edward Yang; La maldición del escorpión de jade, de Woody Allen, y algunas otras- las obras donde confluyen con mayor nitidez el remanso del cine clásico y el choque de la imagen moderna, que volvió a estallar este año en el verdadero estreno de Apocaplypse now, que, por fin con su duración integral de casi cuatro horas, es un arrollador estallido de cine imperecedero, tal vez la más perfecta obra de cuantas ha emprendido Francis Ford Coppola, clásico por excelencia del cine hecho y aún por hacer y dueño del fondo de este y de todos los recuentos de otoño.

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