La luz de Birmania
EL viaje en barco por el río birmano Ayeryawady, desde Mandalay hasta Bagán, tiene un encanto especial: el aire del trópico es dulce y fresco, y el alba va desvelando un conjunto de verdes luminosos, de todos los matices, avivados por el rocío y las nubes grises de los monzones. A ambos márgenes del río van despertándose los campos de arroz y de trigo, salpicados de palmeras y de las brillantes cúpulas de las pagodas. A lo largo del día se suceden todas las luces, todos los colores, todos los alientos de la naturaleza. Aunque el viaje dura ocho horas, resulta breve y encantador.
El paisaje de Bagán no parece real. En un ambiente bañado por la luz del ocaso aparece, como bulbos brotados de las entrañas de la tierra, una pléyade de pagodas de color rojizo y oro, en un orden que produce una sensación de armonía y paz. Al lago Inle llegamos de noche ciega. No había farolas ni grillos. El barquero disponía sólo de una linterna que encendía de vez en cuando para dirigirnos al embarcadero. Llovía con cierta intensidad y nos subimos a las barcas inquietos, por la dificultad de orientarse en un lago de 22 kilómetros de largo y 17 de ancho, a la búsqueda de un hotel. Los barqueros se orientan en medio de la tormenta tan sólo con la luz de los relámpagos. Cubiertos con paraguas y protegidos por los chalecos salvavidas, navegamos entre macizos de plantas que no sabemos si nacen del fondo o van flotando a la deriva. A medida que avanzamos, la confianza, y con ella una extraña calma, nos va envolviendo hasta olvidarnos de la lluvia. A nuestra llegada, los empleados nos están esperando. Los birmanos son personas que derrochan ternura y amabilidad. Nos reímos con alivio de la aventura recién terminada. Huele a limo, madera y agua. Los peces saltan continuamente mientras nos dirigen por un puente a nuestras habitaciones de bambú trenzado. El aroma de la cena, carpa rellena de ajonjolí, se mezcla con el perfume de las imprescindibles lociones antimosquitos. Pero todo sabe a frutas del paraíso. Camas con mosquiteros y suave balanceo del suelo, asentado sobre palafitos, mientras dormimos.
Por la mañana, los pescadores lanzan las nasas desde sus barcas y los campesinos plantan tomateras en jardines flotantes. El aire del trópico de Cáncer de esa mañana nos devuelve a la inocencia de los interminables veranos, cuando, para viajar por el golfo de Bengala y por el mar de Andamán, bastaba con navegar, cabalgar o bucear en las páginas de Salgari, Verne o Conrad.
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