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Columna
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Vicente, el chico bengala

Vicente Rodríguez Guillem, Vicente el del Valencia, se afila los tacos sobre las esquinas de Mestalla. Como otros chicos obligados a vivir en la nube de la fama, ahí está él, apretando las cejas con la determinación de un juramentado. Sus preparativos son muy naturales, porque en Barcelona le espera una de esas experiencias irrepetibles en la vida de un deportista: esta vez jugará en mitad de un enorme cráter, escuchará el ruido subterráneo que distingue a los grandes partidos, y cuando quiera darse cuenta formará parte del flujo del volcán.

Con apenas veinte años, oculto en su envoltorio de colegial, hoy es ya una de las estrellas de la Liga. Pero, pensándolo bien, no ha caído del cielo: los buscadores de talentos siempre hablaron de él como de un predestinado.

Evidentemente era uno de esos zurditos capaces de convertir la línea de banda en un cable de alta tensión; fuerte, rápido y liviano, con las fibras bien ajustadas al esqueleto y dotado de los nervios de un purasangre, hacía de cada jugada una aventura. Su comportamiento era invariable: armado de sus dos poderes, la habilidad y el instinto, recibía, encaraba, mantenía un rápido intercambio de miradas con el defensa, y acto seguido, en un soplo, enganchaba un recorte con otro, buscaba el contrapié y se iba como un tiro hacia el primer palo en una exacta interpretación del doble papel de cazador y presa.

Esa forma de jugar derecho con renglones torcidos, esa traza de relámpago, siempre había distinguido a los más grandes. En cuanto pudo, cambió Vicentín por Vicente, levantó la cabeza, se vistió de anguila y dijo: '¡Aquí estoy yo!'.

Hoy se lustra las botas, prepara el equipaje y sueña con su primer partido del siglo en el Camp Nou. La competencia será muy fuerte: tendrá que enfrentarse a Rivaldo, a Kluivert, a Bonano y a la memoria de Gaizka Mendieta, que persigue al Valencia como la sombra al cuerpo. Sin embargo, a la vista de los antecedentes, no es previsible que el embudo azulgrana se lo trague. Al pisar el campo verá cómo Aimar y Saviola, los dos geniecillos que surgieron de la lámpara de River Plate, se lanzan los primeros zarpazos a la yugular, y a continuación sentirá una vaga sensación de aturdimiento: las arengas de los compañeros, el sonido envolvente que recorre el estadio en sucesivas oleadas y el tamborileo de los pases de Xavi y demás solistas le inspirarán una inquietud pasajera. Un segundo después la situación cambiará.

Cuando reciba la pelota se repetirá el prodigio. Con él, reaparecerán de una vez Guillot, Claramunt, Wilkes, Rep y otras viejas glorias de la escuela valenciana. Luego, como en Fallas, las luces del estadio comenzarán a parpadear.

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