Cuatro cuadros
Cuatro cuadros es lo que hay en la Sala Cultural El Monte y sobre ellos, con verdadera osadía, me aventuro a hacer algunas reflexiones personales. De Zurbarán es el primer cuadro de una Virgen niña, un tema que debió ser extraordinariamente atractivo en la Sevilla barroca porque se repitió infinitas veces ya fuera hilando o rezando. Sentada y ocupando todo el espacio de la tela, sobre un escaso fondo oscuro en el que asoma un palo del respaldo de la silla, Zurbarán la encierra en esa intimidad familiar y popular con la que sabe acercar la divinidad al alcance de la mano; encierro en un ensimismamiento cotidiano. Después esculpe las telas como con otra idea en la cabeza, con exquisitez y riqueza de matices y colores, y al final alcanza esa unidad en el cuadro que sólo los grandes artistas consiguen.
Los dos cuadros de Murillo me parecen perfectos. Es posible que el autor procure agradar a los clientes con una obra amable, pero da igual porque siempre sabe lo que ha de hacer y no ahorra esfuerzo para llevarlo a cabo excepcionalmente bien. Lo digo por el muchacho que presenta la realidad de una picaresca harapienta, en el umbral de la delincuencia, y que sin embargo te mira con una sonrisa tan encantadora que te deja perpleja. En sus cuadros de tema religioso, con frecuencia aparece un primer plano, abajo, alguna realidad detallada como para acercar la perspectiva y el interés que se puede perder donde sólo hay ideas sobrenaturales. Un truco que García Márquez ha empleado en la literatura. Así, en El descanso a la huida a Egipto, Murillo hace maravillas con los bultos de ropa en la parte inferior del cuadro y también consigue esa armonía interna entre las partes y el todo.
Sobre Velázquez está todo escrito. Su cabeza de perfil es la de un hombre puro y duro, de carne y hueso; no pretende agradar ni parece realizado por encargo de ningún cliente. En esta exposición da la sensación como si Murillo pretendiera proporcionar placer con la pintura y Velázquez obtenerlo; lo que, a su vez, proporciona otro tipo de placer que perturba, dejándonos con ganas de adivinar lo que no nos será revelado. Zurbarán y Murillo nos tranquilizan el ánimo; Velázquez, no. Puede ser un síntoma de la modernidad.
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