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Columna
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Silvio

La última vez que lo vi no fue distinta de cualquiera otra. Las mismas guitarras desorientadas, la misma música a tientas y el espantapájaros inclinado sobre el micrófono, marcando algo parecido al ritmo de la canción con la pierna izquierda; de pronto, su voz: frases que perseguían la melodía como una vieja que pierde el autobús, de cerca pero sin poder llegar del todo, siempre a punto de ocupar cada estrofa con su letra correspondiente sin conseguirlo. La forma canónica de la elegía exige que se entone el ubi sunt y se canten retóricamente las virtudes del difunto; pero al cadáver de Silvio le sirven mejor los defectos que las virtudes, aquellos que le hicieron único y le consiguieron una esquina en el corazón de todos nosotros. A él le hubiera gustado que cualquiera de sus semblanzas comenzase así, a contramano, en sentido inverso al del resto de los seres bienpensantes: ejemplo acabado de autocracia, embajador de la selva en el asfalto, Silvio vivió siempre al amparo de un código privado de normas, que no era sino el reglamento del universo particular en que habitaba. Su geografía y la del resto no poseían demasiados puntos en común; le separaba de la mediocridad, de la paz y del tedio de los burgueses una membrana de alcohol y música, retahílas de canciones confusas que sólo debían de suceder en su cabeza y en las que se mezclaban babélicamente inglés, español e italiano. Incluso su Sevilla debía de ser distinta a la de las corporaciones y las efemérides: encontraría en ella un trasunto de esas ciudades cosmopolitas que permiten malvivir a los bohemios, y en las que la genialidad se alimenta de hambre y de esperanza. Silvio volvía siempre de otra parte. Decir de él que estaba ido era casi un eufemismo: sus ojos nunca se encontraban en ningún horizonte, el principio y el fin de una canción no resultaban simétricos, encarrilar una conversación hacia un tema concreto parecía una facilidad en la que no le gustaba incurrir.

Observo su foto póstuma, acodado en la barra de un bar, con un cigarrillo entre los dedos, y la hallo extemporánea como un retrato de Vivaldi, de Shakespeare, de esos señores en blanco y negro que dormitan en las enciclopedias. No ha variado nada desde el primer día en que lo vi, hace por lo menos una década: el rostro arado por las penurias del cuerpo y del alma, las mejillas abotargadas, el cabello de emperador romano. Había algo genial en Silvio, una oscura brillantez que lo hacía parecer justo y necesario y que ahora trata de desmentir perentoriamente que haya desaparecido. Las pocas veces en que se atrevían a sacarlo por televisión para someterle a una entrevista saltaba caprichosamente del chiste obsceno a la metafísica, mezclaba la música y la escatología con una predilección por los aforismos que le acercaba a un maestro zen. Busco ahora sus discos en una estantería y descubro que todos estaban en cintas viejas, pasadas hasta perder el color y los tornillos, que tiré en un ataque de madurez o que han sido borradas por esa otra música que desalojó a la adolescencia. Silvio era nuestra patria, ese antiguo lugar salvaje y libertario al que nos gustaría volver para beber cerveza sobre los bancos de la calle, entre rock'n roll, niñas, humo adulterado y risas: ese lugar donde su alma debe de estar emborrachándose ahora.

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