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Ricas y famosas

Pablo Salvador Coderch

Dotadas de magnética educación informal, saben estar, no se les conoce un mal gesto y cuando, condescendientes, se dirigen a un mortal, le infunden la certeza instantánea de que no hay nadie más en la tierra. Infractoras natas, ocasionan leves desastres, pero jamás los causan. Estos días, una de ellas acaba de poner en triste evidencia a nuestros tribunales Supremo y Constitucional, en un triunfo legal que también es una vergüenza institucional clamorosa. Mas por si acaso piensan interrumpir la lectura en este punto, aclaro que la culpa ha sido de los jueces, no de la dama del cuento.

Hace ya una docena de años, una revista del corazón publicó una serie de reportajes en los que se recogían manifestaciones de una de las ex empleadas de la dama en cuestión sobre presuntas molestias dermatológicas y eventuales efectos negativos de tal o cual embarazo sobre la hermosura de esta señora y otras cosas por el estilo. La aludida demandó judicialmente a la revista y a su ex empleada una indemnización de 50 millones de pesetas por lesión de su intimidad. En primera instancia consiguió cinco; en apelación, la Audiencia dobló el envite y le dio 10 millones, pues juzgó que la revista había hecho su agosto a costa de la dama. Mas cuando, en 1996, el pleito llegó por primera vez al Tribunal Supremo, éste resolvió que no estaba puesto para juzgar 'chismes' y absolvió a los demandados dejando a la reclamante sin un duro de indemnización. La afectada no se dio por vencida y recurrió ante el Tribunal Constitucional, que, en mayo del año pasado, revocó sin contemplaciones a sus colegas del Supremo, sostuvo que la intimidad personal y familiar de la tenaz recurrente había sido palmariamente violada y les devolvió el caso para que dictaran nueva sentencia ajustada, esta vez, a la doctrina constitucional.

Los magistrados del Supremo recogieron impasibles el guante y, menos de tres meses después de la sentencia del Constitucional, resolvieron acatarla sin cumplir ni una coma: concedieron a la reclamante 5.000 duros de indemnización, esto es, nada. Un apropiadamente indignado Tribunal Constitucional ha vuelto de nuevo sobre la cuestión y, en su sentencia 186 / 2001, del 17 de septiembre, ha resuelto fijar la indemnización en 10 millones de pesetas. La dama ha ganado finalmente su pleito, los dos grandes tribunales han aireado a los cuatro vientos sus viejas disputas y el sufrido contribuyente ha ido pagándolo todo sin remedio conocido. Que no se queje, pues aún podría haber sido peor: dos magistrados del Constitucional pusieron un voto particular disidente a la última sentencia en la que, emulando a Franz Kafka, proponían devolver de nuevo el caso al Supremo.

Esta historia de siete sentencias y media sobre un mismo caso más bien frívolo encarna el delirio de la razón jurídica y la miseria de una organización institucional empeñada en mantener dos tribunales en lucha por la supremacía jurisprudencial, es decir, en clara pugna por el poder de decidir cómo hay que entender las leyes.

Por supuesto, uno no tiene nada realmente serio en contra de que ricas y famosas puedan acudir a los tribunales en defensa de una intimidad siempre risquée. De hecho, la jurisprudencia comparada sobre libertad de expresión está tachonada de casos protagonizados por las Jacqueline Bouvier Kennedy-Onassis y las Carolina Grimaldi de este mundo. Pero el espectáculo mediocre de docena y media de sazonados jueces a la greña por el poder de decidir sobre todo lo anterior es impropio de caballeros y, sobre todo, resulta extraordinariamente ineficiente. Aquí no hay defensa de la intimidad que valga, sino clamor por un recato judicial mínimo.

El regreso de Javier Delgado Barrio al Tribunal Constitucional -sin duda, el más destacado de los cambios recientemente producidos en su composición- hace augurar que este tipo de trifulcas podrían menguar en el futuro.Nunca es tarde si la dicha es buena, pero los arreglos definitivos deberían tener carácter institucional. La solución ideal consistiría en atacar el mal de raíz y dejar al país con un solo tribunal supremo -como sucede en Estados Unidos de América-. Mas no creo que esté a nuestro alcance: hay temas constitucionales que requieren un tribunal de garantías políticas como el Constitucional. Otro posible arreglo sería reforzar, por un lado, la competencia del Tribunal Supremo para conocer los recursos de amparo ordinario y permitir, por el otro, que el Tribunal Constitucional seleccionara los casos que ha de resolver, con lo que, muy probablemente, se reducirían las ocasiones de nuevos conflictos. No haríamos ni ricos ni famosos a los magistrados de ambos tribunales, pero tendríamos una Justicia menos notoria.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho civil de la UPF.

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