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Columna
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Papelón de calco

Éste es un país donde por principio no se dimite. No hay escándalo ni estafa ni epidemia ni atropello ni envenenamiento que valga. Ministros, directores generales o particulares, responsables varios, encubridores múltiples y tontos útiles, prefieren el aguante; atrincherarse en sus puestos, fundirse con la tela blanda de sus sillas. Por no dimitir no dimiten ni los maridos maltratadores, que las siguen machacando aunque sean ex por sentencia firme (ahora que todas las noticias han quedado reducidas a una y un cuarto, conviene recordar que ya son 55 las mujeres asesinadas por sus compañeros presentes o pasados en lo que va de año).

En fin, que vivimos en un país de hechos sin pecho, donde prácticamente nadie da la cara. En un territorio de impunidad, donde se grita, pero no se exige con convicción. Donde se acosa, pero no se derriba ni con argumentos éticos ni con todas las posibilidades de la ley. Donde, en definitiva, se prefiere el olvido de hoy, que acabará olvidándome mañana cuando sea yo quien esté en el escándalo o la corruptela, y lo necesite. Y olvidadas teníamos ya aquellas acusaciones de plagio de hace unos meses, que en las cumbres -imagen que uso aquí como categoría institucional no literaria- embarraron a un mismísimo premio Nobel, y al director de nuestra primera biblioteca; y en el llano, a una presentadora de televisión metida a novelista por persona interpuesta.

Todos siguen en sus puestos y en sus trece. Y seguramente todos han ganado dinero con aquello. Que la ecuación no falla: más morbo, más ventas. Aunque luego los libros sólo sirvan de posavasos.

Lo teníamos olvidado, pero Lucía Etxebarria publicó hace poco un libro de poemas, Estación de infierno, que recuerda desde el mismo título a otros -ahora sí literarias cumbres-, y que tiene un parecido univitelino con algunos versos de Antonio Colinas, tomados esencialmente de sus poemarios Sepulcro en Tarquinia y Astrolabio.

A esta coincidencia no la llamaré sino presunto plagio, primero porque Lucía Etxebarria tiene derecho, como todo el mundo, a la presunción de inocencia. Aunque hay que decir que el cotejo de las obras en cuestión deja poco argumento para la duda y menos para la candidez. Y citaré solamente este ejemplo: 'Y eres mística y tierna como tus hornacinas... Todo en tí es Oratorio que preludia la noche', escribe Colinas; y Etxebarria: 'Mística y delicada dentro de tu hornacina... Todo en ti es Oratorio elevándose al cielo'.

Y segundo porque más que el resultado me importan en este caso las posibles razones. Si yo tuviera más sentido del humor y una imaginación más frondosa, pensaría que todo este asunto es un montaje de la propia Lucía Etxebarria para organizar un número, y relanzar de ese modo el debate sobre el plagio, que en su día fue abortado -como tantos otros-, deliberada y vergonzosamente, por los grandes jefes de la edición y la política cultural.

Y entonces leería esa 'intertextualidad' que ha alegado para defenderse de la acusación de plagio como un guiño, una irónica denuncia de la prepotencia y el culturmangonerío, una original llamada a las barricadas. Porque la intertextualidad fue la coartada que contra una acusación semejante esgrimió Luis Racionero, responsable de la Biblioteca Nacional, que es una institución que fue creada no para ser mazmorra sino refugio y escaparate de todos los libros, precisamente para preservarlos del calco.

Pero no me alcanzan ni el humor ni la fantasía. Y concluyo que Lucía Etxebarria necesitaba publicar otro libro. Y que copiarlo presuntamente es mucho más fácil que inventarlo convincentemente. Y que pudo hacerlo alentada por la certeza de que no va a pasar nada, de que ella va seguir en su puesto -¿o hay que decir ranking?- porque aquí estos negocios se resuelven, mayormente, sin juicio ni castigo ni reparación; en la más estricta impunidad. Y convencida, además, de que las caras cuanto más duras mejor, menos tienden a caerse de la vergüenza.

Razón no le faltaría. Quiero decir, documentados precedentes.

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