Tan mal como se temía
La verdad es que aún pudo ser peor, no por nada sino porque todo es empeorable en esta vida. De cualquier forma el público se temía lo que luego hubo de suceder y sucedió: que la corrida resultó mala con ganas.
A lo mejor les culpan a los toros aprovechando que no tienen defensa posible (se los llevaron a la incineradora y ya no pueden mugir) mas a los toreros no les valía irse silbando El sitio de Zaragoza para disimular lo mucho que contribuyeron a aquella desolación.
El toreo de la nada produjeron a lo largo de la tarde, una vez depurados los desplantes bravucones y las aflamencadas posturas para lo que llegaron bien dispuestos los tres. Sin embargo torear, lo que se dice torear, era distinta cuestión.
Probablemente la mayoría del público que casi llenaba la plaza estaba allí por obligación. Algunos no hubiesen acudido ni atados, visto el cartel y el tiempo amenazante de lluvia. No obstante para conservar el abono de la Feria de San Isidro estaban obligados a comprar el de la Feria de Otoño (eso o perderlo para siempre) y optaron por conservar la condición de abonados, pues nunca se sabe.
Finito de Córdoba, cabeza del escalafón; Manuel Caballero, genio de muchas genialidades en múltiples cosos de por ahí; Rafael de Julia el torero-revelación en su año de gracia, y los toros de Puerto de San Lorenzo, que suelen torear las figuras... En principio, el planteamiento del cartel tampoco era como para querer suicidarse precisamente.
Ahora bien si se pensaba un poco (procelosa aventura, ya se sabe) los brillos de la combinación se tornaban opacos. Pues los triunfos que han obtenido los tres (y casi todo el plantel de figuras) por esas plazas de Dios venían generados por el triunfalismo galopante que se lleva y los lograban toreando toros de la especie del que abrió la Feria de Otoño.
Cuando leemos -¡tantas veces!- reseñas tituladas 'Los tres matadores y el mayoral a hombros por la puerta grande', los toros base de la apoteosis eran iguales que el de Puerto de San Lorenzo que correspondió a Finito de Córdoba en primer lugar. Es decir, un toro de escaso trapío inválido absoluto al que se puso a pegarle derechazos. La diferencia con esas plazas de por ahí es que en Las Ventas ni admitieron el toro ni aceptaron el bochorno de los derechazos.
Ciertamente, quedaba un poco ridícula la imagen del torero poniéndose solemne y farruco con un toro que continuamente rodaba por la arena. El que hizo cuarto sacó trapío, romana y genio y con ese ya no se puso ni solemne ni farruco, claro está; antes bien, lo trasteó, intentó tres derechazos, volvió a trapacear perdidos el sitio y el pundonor, y se lo quitó de en medio.
Toro curioso e interesante fue el que hacía segundo. Manso en varas, sacó una encastada nobleza en la muleta con enceladas embestidas al primer cite. Manuel Caballero, tras pasarlo estupendamente por bajo, le dio dos tandas de derechazos que provocaron grandes ovaciones y también un menudeo de pitos y protestas. A la mayoría del público le supieron bien aquellos pases empalmados en tanto la minoría se percató rápido de que en vez de cargar la suerte la descargaba, que toreaba con el pico de la muleta y escondiendo la pierna contraria. La faena vino a menos. No se acopló Caballero en los naturales, no mejoró los nuevos derechazos y careció de enjundia la espaldina, en tanto el toro continuaba incansable exhibiendo su boyantía.
El quinto de la tarde ofreció la parte mala de la camada: manso declarado, escapaba de todos los intentos de Manuel Caballero por sacarle pases ruedo a través. Tercero y sexto parecían manejables y en cambio a Rafael de Julia, el torero-revelación, no le llegaba el estro. De noche, chispeando y con el peso del aburrimiento acabó la función. Sólo eso tuvo de bueno: que se acabó.
Babelia
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