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La decencia de Heynckes

Santiago Segurola

A diferencia de Capello, que hizo un arte de su descaro para apropiarse de cualquier éxito del Madrid, Jupp Heynckes se ha preocupado muy poco por sacar rédito publicitario de la conquista de la octava Copa de Europa con el Madrid. Tres años después regresa al Bernabéu sin ninguna fanfarria, hasta el punto de que su figura apenas se asocia a un éxito histórico. Es difícil precisar el peso del entrenador alemán en el recorrido de aquellla Copa de Europa y en la victoria frente a la Juve en Amsterdam, pero fue admirable su actitud frente a una directiva que se desentendió muy pronto de él, frente a unos jugadores que le abandonaron flagrantemente y frente a una prensa hostil. Heynckes aguantó a pie firme en las circunstancias más difíciles que se han visto en el Madrid. Por aquella época, el club era un polvorín que estallaba cada día. A los escándalos económicos seguían los conflictos entre directivos; los jugadores atendían a sus obligaciones en la Liga con la misma desgana que en estos días; la hinchada expresaba su malestar cada domingo; el club hacía exhibición de la obscenidad cotidiana; la prensa pescaba en el fango historias miserables que deterioraban el prestigio del Real Madrid a la velocidad de la luz.

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Como tantas veces ha ocurrido en la última trayectoria del club, era más fácil buscar chivos expiatorios que enfrentarse a las responsabilidades. A Heynckes le tocó ese desagradable papel durante toda la temporada. Nunca un entrenador ha estado más solo en el Madrid. Llegó al club sin ayudantes y no se rodeó de pretorianos en la plantilla como aconseja la sensatez: no hay entrenador que se estrene en un equipo sin acompañarse con tres o cuatro jugadores de confianza, preferiblemente fichados por una cuestión de paisanaje. Como tampoco conspiró con la prensa, ni se buscó aliados fácticos, a su soledad física añadió un problema de indefensión. Era el hombre perfecto para atribuirle todas las calamidades del Madrid. Ni tenía aliados ni podía responder a un asedio espantoso.

En varias ocasiones dio la impresión de vivir todo aquello con más asco que decepción. Se le vio abatido y fatigado, pero siempre mantuvo la entereza: no se quejó, no derivó las culpas sobre los jugadores y asumió su delicada posición con una dignidad conmovedora. Y en medio de aquel desagradable Vietnam cotidiano condujo al equipo a la final de la Copa de Europa. Quizá porque su peso en el equipo fue mayor de lo que se presume, no tanto por sus habilidades con la táctica o por su ascendencia sobre aquel grupo de vedettes. No, la importancia de Heynckes fue de tipo moral, precisamente en una época de marcada inmoralidad en todos los ámbitos del Madrid.

Se le tiroteó desde todos los costados y por cualquier motivo, porque todos eran buenos para atacarle, pero nadie pudo hacer daño a su reputación profesional y humana. Su solitaria y ejemplar figura actuó a modo de recordatorio de todas las obligaciones a las que se renunciaba en el club y en el equipo. Posiblemente en su superioridad moral encontró el motor para conducir al Madrid a su inopinada victoria en Amsterdam 98. El mismo sentido de la decencia que le impidió atribuirse el éxito como algo personal o participar de fastos que le repugnaban. Ese hombre digno, que el madridismo orilló, regresa hoy a Chamartín.

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