Jorge Amado vivo
El premio Nobel de Literatura de 1998 evoca la figura del escritor brasileño fallecido en agosto pasado y recuerda su amistad. Incluso el momento en que dio la impresión de no quererlo conocer, aunque luego crearían una alianza para exaltar a Cardoso Pires con el Premio de la Unión Latina. Para el autor de La caverna, los muertos no se retiran del mundo.
Desconfiar del futuro en vida debería ser el primer mandamiento de quien, al morir, deja obras al mundo
Escribiré sobre Jorge Amado como si estuviera vivo. Me dicen que sus cenizas fueron enterradas bajo la manga a cuya sombra solía acogerse en Río Vermelho, pero las cenizas son cenizas, nada, mucho más pesan las palabras, y el viento igualador, más pronto o más tarde, acaba llevándose unas y otras. Por eso, sólo quiero hablar de Jorge Amado vivo. Ni siquiera de su obra, ésa a la que tantos profetas le auguraron en todas las lenguas que duraría más que su autor. Quien tales frases escribe o dice, sabe que no arriesga nada al enunciarlas, ya que, salvo si goza de una longevidad excepcional, no estará aquí para responder de su pronóstico cuando llegue la hora de comprobar hasta dónde alcanzó en acierto o desacierto. Vale esto para Jorge Amado como vale para Eça de Queiroz o Machado de Assís, o cualquier otro de talentos cortos o grandes. Tras el tiempo, tiempo viene, ningún tiempo pasado tuvo razón en todo, tampoco lo tendrá ningún tiempo futuro. La peor equivocación de los vivos siempre ha sido pensar que el tiempo les haría justicia, que los enjuiciaría según reglas de apreciación tan benévolas que ellos mismos las podrían haber redactado y aprobado. Desconfiar del futuro en vida debería ser el primer mandamiento de quien, al morir, deja obras al mundo. No sé si Jorge Amado, cuando vivió, lo pensó alguna vez, pero no dudo de que lo estará pensando ahora. Me refiero, vuelvo a decirlo, al Jorge Amado vivo, no a aquél cuyas cenizas están inhumadas bajo la manga de Río Vermelho.
Es mi firme convicción que, contra la creencia general y la aparente evidencia que los hechos parecen demostrar hasta hoy, los muertos no se retiran del mundo, se mantienen en él desde siempre y para siempre, no en los huesos que dejaron o en las cenizas a que los redujeron, menos aún en la insustancialidad de esos pintorescos fantasmas que necesitan sábanas para convertirse en aparición, sino en la forma invisible de lo que había sido su cuerpo sólido, transformado, por la muerte, en ausencia. Sí, andamos por ahí rodeados de las presencias de los vivos que llenan (llenamos) agujeros en la atmósfera, pero también estamos cercados por las presencias de la ausencia, la de los muertos, esos que nos legaron vacíos para siempre vivos en el lugar que antes ocupaban, incluso cuando de ellos no ha quedado nada más que el polvo disperso en que se convirtieron. De este modo se ve por qué me resulta tan fácil escribir sobre Jorge Amado para decir que está vivo.
Todos mis conocidos me decían
que conocían a Jorge Amado, pero yo a Jorge Amado no lo conocía, y, como si la grave falta nada representara para mí, una vez por lo menos di la impresión de no quererlo conocer. Fue, si bien me acuerdo, en 1981, y yo bajaba, solo conmigo mismo, por la Avenida da Liberdade, en Lisboa, cuando, ante la puerta del hotel Tivoli, vi un grupo de cinco o seis personas reunidas alrededor de una cabeza blanca. La cabeza pertenecía a Jorge Amado, el grupo era de periodistas, no recuerdo si también algún escritor. Torcí rápidamente la dirección que me conduciría directamente hasta ellos, me escabullí por el otro lado del paseo, y cuando ya los había pasado y me creía a cubierto, oigo pasos precipitados que se aproximan llamándome por mi nombre. Me volví y era Álvaro Salema quien me decía 'está ahí Jorge Amado. Si quiere, se lo presento...'. Le respondí que no merecía la pena, que no quería interrumpir la conversación, molestar, que lo dejásemos para otra ocasión, además tenía un poco de prisa, muchas gracias. Álvaro Salema me miró con cara de no entender, pero no hizo más comentarios. Volvió al grupo y yo continué mi rumbo. Así son las cosas. Tuvieron que pasar unos largos nueve años, hasta 1990, para que ese rumbo volviera a encontrarse con el de Jorge Amado. Fue en Roma, ambos formábamos parte del jurado del Premio de la Unión Latina, pero, forzados por el concurso de gente a un breve saludo a la llegada al hotel, no pasamos más allá del umbral del conocimiento. Esa noche se me desprendió la retina del ojo derecho y, a la mañana siguiente, a toque de corneta ('ni pensar en operarse aquí', me previno el oftalmólogo italiano al que le consulté, el doctor Lombroso), tuve que regresar a casa para que me repusieran en su lugar el órgano averiado. El jurado decidió sin mí, ganó el uruguayo Juan Carlos Onetti. Al año siguiente (1991), frente a la poderosa candidatura de Marguerite Duras, propuesta y defendida por Pascal Quignard, conseguí, con el apoyo tranquilo pero obstinado de Jorge Amado, hasta la rendición unánime de los restantes miembros del jurado, que el premio fuese para José Cardoso Pires. La amistad con Jorge Amado comenzó ahí, pedaleando, hombro con hombro, para que un escritor de lengua portuguesa fuera el destinatario del reconocimiento internacional que el Premio de la Unión Latina entonces significaba. En la misma Roma durante algunos años más, en París, en el domicilio de la Rue Saint-Paul, en Santiago de Compostela, finalmente en Lisboa para enmendar la falta en el sitio donde había sido cometida, en Salvador de Bahía, aquí y allí por todo el mundo, siempre con Zélia y con Pilar, los amigos Jorge y José nunca necesitaron largos discursos ni copas de coñac para saber que se entendían y que se estimaban. De otro modo no puede entenderse el pacto que, entre bromas, firmaron en París: aquel que ganase el Nobel (suponiendo que tal sucediese) invitaría al otro a estar presente en la ceremonia. Sin envidia ni rencor. A finales de 1998, Jorge Amado no estaba en condiciones de viajar, sólo por eso no estuvo conmigo en Estocolmo.
Un día de éstos, Pilar y yo desembarcaremos en la Rua das Alagoinhas, para visitar a Zélia y a la familia. Nos sentaremos bajo la manga, en el banco de Jorge, y yo me llevaré, para entretener la espera, El descubrimiento de América por los turcos. Sí, no necesitan decirlo, el libro tiene pocas páginas, no me va a durar mucho, pero, siendo la obra acabada que es, se puede volver al principio una vez y muchas, que siempre lo encontraremos intacto. Si Jorge tarda, si no viene, será porque se ha entretenido en el camino, se habrá encontrado con algún amigo, eso habrá ocurrido, tal vez Carybé, tal vez Calasans. Esperaremos pacientemente. No hay peligro de que no aparezca. Él está vivo.Escribiré sobre Jorge Amado como si estuviera vivo. Me dicen que sus cenizas fueron enterradas bajo la manga a cuya sombra solía acogerse en Río Vermelho, pero las cenizas son cenizas, nada, mucho más pesan las palabras, y el viento igualador, más pronto o más tarde, acaba llevándose unas y otras. Por eso, sólo quiero hablar de Jorge Amado vivo. Ni siquiera de su obra, ésa a la que tantos profetas le auguraron en todas las lenguas que duraría más que su autor. Quien tales frases escribe o dice, sabe que no arriesga nada al enunciarlas, ya que, salvo si goza de una longevidad excepcional, no estará aquí para responder de su pronóstico cuando llegue la hora de comprobar hasta dónde alcanzó en acierto o desacierto. Vale esto para Jorge Amado como vale para Eça de Queiroz o Machado de Assís, o cualquier otro de talentos cortos o grandes. Tras el tiempo, tiempo viene, ningún tiempo pasado tuvo razón en todo, tampoco lo tendrá ningún tiempo futuro. La peor equivocación de los vivos siempre ha sido pensar que el tiempo les haría justicia, que los enjuiciaría según reglas de apreciación tan benévolas que ellos mismos las podrían haber redactado y aprobado. Desconfiar del futuro en vida debería ser el primer mandamiento de quien, al morir, deja obras al mundo. No sé si Jorge Amado, cuando vivió, lo pensó alguna vez, pero no dudo de que lo estará pensando ahora. Me refiero, vuelvo a decirlo, al Jorge Amado vivo, no a aquél cuyas cenizas están inhumadas bajo la manga de Río Vermelho.
Es mi firme convicción que, contra la creencia general y la aparente evidencia que los hechos parecen demostrar hasta hoy, los muertos no se retiran del mundo, se mantienen en él desde siempre y para siempre, no en los huesos que dejaron o en las cenizas a que los redujeron, menos aún en la insustancialidad de esos pintorescos fantasmas que necesitan sábanas para convertirse en aparición, sino en la forma invisible de lo que había sido su cuerpo sólido, transformado, por la muerte, en ausencia. Sí, andamos por ahí rodeados de las presencias de los vivos que llenan (llenamos) agujeros en la atmósfera, pero también estamos cercados por las presencias de la ausencia, la de los muertos, esos que nos legaron vacíos para siempre vivos en el lugar que antes ocupaban, incluso cuando de ellos no ha quedado nada más que el polvo disperso en que se convirtieron. De este modo se ve por qué me resulta tan fácil escribir sobre Jorge Amado para decir que está vivo.
Todos mis conocidos me decían
que conocían a Jorge Amado, pero yo a Jorge Amado no lo conocía, y, como si la grave falta nada representara para mí, una vez por lo menos di la impresión de no quererlo conocer. Fue, si bien me acuerdo, en 1981, y yo bajaba, solo conmigo mismo, por la Avenida da Liberdade, en Lisboa, cuando, ante la puerta del hotel Tivoli, vi un grupo de cinco o seis personas reunidas alrededor de una cabeza blanca. La cabeza pertenecía a Jorge Amado, el grupo era de periodistas, no recuerdo si también algún escritor. Torcí rápidamente la dirección que me conduciría directamente hasta ellos, me escabullí por el otro lado del paseo, y cuando ya los había pasado y me creía a cubierto, oigo pasos precipitados que se aproximan llamándome por mi nombre. Me volví y era Álvaro Salema quien me decía 'está ahí Jorge Amado. Si quiere, se lo presento...'. Le respondí que no merecía la pena, que no quería interrumpir la conversación, molestar, que lo dejásemos para otra ocasión, además tenía un poco de prisa, muchas gracias. Álvaro Salema me miró con cara de no entender, pero no hizo más comentarios. Volvió al grupo y yo continué mi rumbo. Así son las cosas. Tuvieron que pasar unos largos nueve años, hasta 1990, para que ese rumbo volviera a encontrarse con el de Jorge Amado. Fue en Roma, ambos formábamos parte del jurado del Premio de la Unión Latina, pero, forzados por el concurso de gente a un breve saludo a la llegada al hotel, no pasamos más allá del umbral del conocimiento. Esa noche se me desprendió la retina del ojo derecho y, a la mañana siguiente, a toque de corneta ('ni pensar en operarse aquí', me previno el oftalmólogo italiano al que le consulté, el doctor Lombroso), tuve que regresar a casa para que me repusieran en su lugar el órgano averiado. El jurado decidió sin mí, ganó el uruguayo Juan Carlos Onetti. Al año siguiente (1991), frente a la poderosa candidatura de Marguerite Duras, propuesta y defendida por Pascal Quignard, conseguí, con el apoyo tranquilo pero obstinado de Jorge Amado, hasta la rendición unánime de los restantes miembros del jurado, que el premio fuese para José Cardoso Pires. La amistad con Jorge Amado comenzó ahí, pedaleando, hombro con hombro, para que un escritor de lengua portuguesa fuera el destinatario del reconocimiento internacional que el Premio de la Unión Latina entonces significaba. En la misma Roma durante algunos años más, en París, en el domicilio de la Rue Saint-Paul, en Santiago de Compostela, finalmente en Lisboa para enmendar la falta en el sitio donde había sido cometida, en Salvador de Bahía, aquí y allí por todo el mundo, siempre con Zélia y con Pilar, los amigos Jorge y José nunca necesitaron largos discursos ni copas de coñac para saber que se entendían y que se estimaban. De otro modo no puede entenderse el pacto que, entre bromas, firmaron en París: aquel que ganase el Nobel (suponiendo que tal sucediese) invitaría al otro a estar presente en la ceremonia. Sin envidia ni rencor. A finales de 1998, Jorge Amado no estaba en condiciones de viajar, sólo por eso no estuvo conmigo en Estocolmo.
Un día de éstos, Pilar y yo desembarcaremos en la Rua das Alagoinhas, para visitar a Zélia y a la familia. Nos sentaremos bajo la manga, en el banco de Jorge, y yo me llevaré, para entretener la espera, El descubrimiento de América por los turcos. Sí, no necesitan decirlo, el libro tiene pocas páginas, no me va a durar mucho, pero, siendo la obra acabada que es, se puede volver al principio una vez y muchas, que siempre lo encontraremos intacto. Si Jorge tarda, si no viene, será porque se ha entretenido en el camino, se habrá encontrado con algún amigo, eso habrá ocurrido, tal vez Carybé, tal vez Calasans. Esperaremos pacientemente. No hay peligro de que no aparezca. Él está vivo.
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