Rossini versus Santos
Ya tiene Valencia su gotita de escándalo operístico, como no puede faltar en cualquier ciudad que se precie. La versión escénica que Carles Santos dio de la emblemática obra de Rossini puso en marcha, el día del estreno, un abucheo tan pálido como programado, remedo tibio y local de las grandes conmociones que -por ejemplo- Bieito desencadena en el Liceo y que, a su vez, recuerdan broncas similares de algunos teatros de ópera europeos. Suceden siempre, claro está, cuando la dirección escénica abandona los cauces tradicionales.
A la mayor parte del público, sin embargo, le gustó el espectáculo. No había cartón-piedra, los cantantes funcionaban como actores, la escenografía y el vestuario resultaban atractivos y, sobre todo, los toques esperpénticos acentuaban el carácter cómico de la ópera: genial el surtidor de la fuente emulando las agilidades de Rosina, divertidísimo el Conde en silla de barbero y con un secador lleno de bombillas, acertada la aparición de Rossini como un cabezudo participando en la fiesta, etc. Carles Santos fue dando coloristas pinceladas de humor en una obra que, de por sí, ya las contiene. Algunas, sin embargo, fueron menos acertadas. La presencia de un piano grande está indicada en el libreto, pero la inmensa relevancia que adquiere parecía más un homenaje a sí mismo que a Rossini (el compositor de Vinaròs otorga siempre gran protagonismo escénico a ese instrumento). Las alusiones de trazo grueso al sexo son redundantes, porque en la obra queda ya bien clara la atracción erótica que Rosina despierta tanto en su tutor como en el Conde Almaviva. Por otro lado, el epílogo orquestal del último número no convenció en absoluto, ni tampoco la declamación del coro en la primera escena. En conjunto, sin embargo, la producción acertó en su intento de dar nuevas soluciones a la comedia hilarante y briosa escrita por Rossini.
En el aspecto musical se optó por la discutible -y otrora habitual- opción de hacer cantar a una soprano el papel de Rosina, en lugar de la contralto para la que, originalmente, está escrito. Por suerte, Elena de la Merced estuvo de lo más convincente, demostrando gracia y escuela. Para equilibrar la balanza de registros, el personaje de Berta, concebido para soprano, lo hizo la mezzo Itxaro Mentxaca.
Ángel Odena lució un hermoso y ágil instrumento en su Figaro, pero llegó cansado al segundo acto, al igual que el Conde de Antoni Comas. Estuvo más seguro el Don Bartolo de Josep Ferrer que el Don Basilio de Nikolsky, aunque la voz tuviera color y carácter. Coro, bailarines y orquesta trabajaron con eficacia, si bien los requerimientos de Rossini, no son los que la Orquesta de Valencia mejor puede satisfacer.
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