Impostores
'Mi cuñado ha muerto. Trabajaba en la planta ochenta de las Torres Gemelas y sólo han encontrado una parte del cuerpo. Mi hermana, embarazada de cinco meses, ha perdido el niño'. Este dramático testimonio conmovía a la audiencia de la Cadena SER unos días después del ataque terrorista contra el World Trade Center de Manhattan. Quien lo exponía era una mujer aparentemente culta y de verbo fluido, alguien que supuestamente había conseguido llegar a Nueva York tras una auténtica odisea personal.
Pero todo era mentira. A las pocas horas, la misma emisora descubría el engaño del que había sido objeto y tenía la honradez profesional de comunicárselo a sus oyentes con la consiguiente petición de disculpas. La impostora era una persona desequilibrada que había contado en distintos programas radiofónicos historias diferentes. Las noticias exigen confirmación de los testimonios. Es el riesgo que la radio asume cuando abre sus micrófonos a quienes la escuchan. La inmediatez que impone la propia dinámica del medio en esas circunstancias ha de confiar en la buena voluntad y en la cordura de quienes deciden aportar espontáneamente su experiencia personal. No es la primera vez ni será la última que esa confianza se ve traicionada por la malicia o el desequilibrio mental de algunos interlocutores.
Personalmente, he padecido a más de uno que puso en solfa mi perspicacia periodística. Ninguno, no obstante, logró efectos tan demoledores sobre la autoestima profesional como un joven de unos veinticinco años al que conocí en diciembre de 1983. En la mañana del día 18, Madrid despertaba enlutada por las víctimas de Alcalá, 20. El día anterior, de madrugada, 81 personas morían abrasadas o asfixiadas por el pavoroso incendio que se declaró en aquella discoteca. La sala no contaba con salidas directas a la calle, las vías de evacuación tenían recorridos enormemente largos, las puertas y los cierres no eran reglamentarios y tampoco había salida de humos. El local, decorado con materiales plásticos altamente inflamables se convirtió en una infernal ratonera. La opinión pública madrileña estaba consternada. Desde muy temprano, la Cadena SER abríó un programa especial con la pretensión de informar y reflejar el clima de conmoción que vivía la ciudad. A las ocho de la mañana, en los estudios centrales de Radio Madrid fueron citados el alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, y uno de los supervivientes de la tragedia. Era un muchacho que había salvado a numerosas personas guiándolas por un conducto de aireación que descubrió en su afán por escapar de las llamas. Su heroico comportamiento fue confirmado por varias personas que le vieron salir y volver a entrar para sacar a la gente. Poco sabíamos en cambio sobre la identidad de un tercer invitado al programa, un joven que dijo venir de Logroño y cuyos dos hermanos habían muerto supuestamente en el siniestro. Los servicios municipales le proporcionaron hotel, manutención y un vehículo para los traslados en la capital. Su cara desencajada y los ojos hinchados por un caudal permanente de lágrimas no permitían albergar ninguna duda sobre su padecer. Habló de sus hermanos, de lo buenos chicos que eran, y contaba cómo dos días antes le comentaron ilusionados que se iban a Madrid a pasar un fin de semana para divertirse un poco. 'Ya no los veré reír nunca más', decía. Su relato entrecortado enrojeció los ojos de Enrique Tierno, quien pronunció unas palabras de condolencia realmente sentidas y conmovedoras. Aquel programa especial concluyó con un emocionado abrazo que el alcalde de Madrid daba simbólicamente en nombre de todos los ciudadanos de la capital a quien había perdido a dos seres queridos en la tragedia de Alcalá, 20. Dos días después descubrimos el fraude. Ningún familiar suyo estaba entre las víctimas del incendio, y por no tener, aquel tipo no tenía ni siquiera hermanos. El impostor era un loco que se había escapado de un centro psiquiátrico y que adoptó la personalidad de hermano doliente de unas víctimas inexistentes. Su delirio nos arrastró sin que ninguno de los allí presentes sospechara en lo mas mínimo que estábamos haciendo el ridículo. Reconocerlo constituyó una cura de humildad memorable. Para vivir, sin embargo, hay que confiar y no sería justo recelar de todo por cuatro impostores.
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