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Columna
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Callejeando

Un callejero es una carta de navegación por la ciudad. Éstas son las primeras palabras que figuran en el texto de la guía-callejero de Madrid que ha comenzado a publicar este periódico en su edición dominical. Por regla general, son los navegantes foráneos los que más uso hacen de guías, planos y callejeros; un aborigen del Foro sólo los consultaría en la intimidad, pues su arquetipo le impide reconocer, incluso reconocerse a sí mismo, que no sabe algo de Madrid: la ubicación de una calle del casco histórico, donde se encuentran los mejores bares, los mejores precios y los monumentos más representativos.

El arquetipo del madrileño siempre fue el del cortesano bien informado; su proximidad geográfica a los centros del poder político y económico le convertían por gracia infusa en un tipo enterado, toda una autoridad en la materia, en cualquier materia, que derramaba generosamente sus conocimientos sobre sus parientes y amigos llegados de su pueblo o ciudad de origen.

Otra característica del madrileño es la de tener parientes en otra parte y conservar sus vínculos con la tierra desde la que emigraron sus abuelos, sus padres o él mismo. Un madrileño por los cuatro costados no sería un madrileño cabal, sino un espécimen poco representativo, casi una curiosidad de museo.

Madrid es una ciudad archipiélago, como nos muestran los planos fragmentados que incluye la guía-callejero, humanizados por Jorge Arranz.

Una de las islas que aparecen cartografiadas en la primera entrega del coleccionable Vive Madrid fue la isla de mi infancia y de mi adolescencia; en la publicación se identifica como 'Universidad, Justicia, Malasaña y Chueca', 'La ciudad que hierve'.

En el hervidero de Malasaña, que aún no se llamaba así ni bullía tanto, experimenté mis primeros hervores y fervores, las fronteras de nuestro territorio estaban grabadas indeleblemente en alguna zona oscura del inconsciente colectivo de los chavales del barrio.

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En nuestras raras excursiones, del otro lado de la Gran Vía, o más allá de la glorieta de Bilbao, los chavales éramos conscientes de estar entrando en territorio extranjero y probablemente hostil, ocupado por otras bandas, tan celosas de su territorialidad como nosotros, que nos mirarían con idéntica prevención y desconfianza con la que nosotros les mirábamos a ellos cuando traspasaban sus confines.

Las excursiones extraterritoriales, siempre en pandilla, se hicieron más frecuentes y más peligrosas cuando las urgencias de la pubertad nos impelían, como a los cazadores del neolítico, a salir en busca de hembras.

Conocíamos al dedillo las calles del barrio, casa a casa, sus plazas y sus rincones, los cines de sesión continua, los billares y los futbolines y, luego, algunas tascas que se mostraban acogedoras con los primeros pantalones largos y la sombra del bozo sobre el labio superior, honradas tabernas donde engolábamos la voz para pedir una caña.

De la Gran Vía a la glorieta de Bilbao, Sagasta y Alberto Aguilera, y de Princesa a Recoletos, la ciudad era nuestra, para ir más allá necesitábamos consultar al menos un plano del metro o de las líneas de autobuses.

Mi primer guía de Madrid, el cicerone que nos condujo, a mí y a mis compañeros de clase, más allá de nuestras pueblerinas fronteras, se llamaba don Ricardo Vélez, profesor de Literatura Francesa, asignatura obligatoria en quinto de bachillerato.

Don Ricardo, alias Richard o Chichas, que así había degenerado su apodo a costa de su extremada delgadez, nos embarcaba voluntariamente, fuera del horario escolar, en ilustradas y amenas navegaciones de cabotaje por el Madrid de los Austrias o por las veredas del Parque del Retiro, donde se encuentra la iglesia más antigua de Madrid, nos decía señalando las postrománticas ruinas del templo románico de San Isidoro de Ávila trasladado a la cima de una colina del parque.

A este singular guía, evocado ante el coleccionable del periódico, le debo mi vocación de cronista callejero y mi afición, no siempre bien recibida, a ejercer de cicerone cuando vienen los amigos y los parientes de fuera.

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