La resurrección de Julen
En el fútbol, un mundo de verdades relativas, hay al menos tres verdades absolutas: es imposible que un árbitro gane el premio Nobel de la Paz, que San Mamés se deprima y que Julen Guerrero juegue mal la pelota.
Toda hinchada es una gran ameba con la piel sensible o, más exactamente, un enjambre impaciente condenado a moverse entre la euforia y el abatimiento. En la cancha, los estados de ánimo son un factor altamente contagioso, un virus pasional que se difunde con el viento. Aunque algunas hinchadas sobreviven gracias al victimismo, la arrogancia o la melancolía, casi todas bordean la depresión o el entusiasmo; siguen invariablemente los altibajos que señala el marcador.
San Mamés reproduce una parte del modelo, dispone de un amplio registro de rugidos, cánticos y voces que se amplifican por un peculiar efecto de resonancia y coinciden con los avatares del juego. Pero ahí terminan las semejanzas, porque ningún estadio tiene más capacidad para resucitar, para tomar oxígeno y recuperar el pulso, que el viejo San Mamés. Y allí nació Julen Guerrero.
Julen fue siempre un futbolista rarito. Nunca tuvo esa relación especial con la pelota que distingue a los jugadores diferentes. Quizá porque jamás cayó en la tentación de adornarse, su juego siempre careció de la sensualidad que implica todo contacto del cuero con el cuero. Interpretaba como nadie el perfil del partido, sabía encontrar la exacta conexión entre los espacios y los tiempos, y parecía disfrutar de un doble olfato para el peligro: tenía tanta facilidad para provocarlo como para prevenirlo. Sus relevos defensivos, sus pases diagonales y sus remates eran un visible intento de encontrar la síntesis del juego. Pero, tan seco, tan simple y tan transparente, desde un principio se identificó como deportista de la escuela prusiana. Y en ésas estaba cuando un día se quedó dormido. Profundamente dormido.
Nadie sabe muy bien si fue porque Jupp Heynkess, el nuevo entrenador, tocó su cornetín de órdenes; lo cierto es que Julen despertó hace una semana. Bastaron tres o cuatro de esas jugadas limpias en las que el balón viaja por el aire como un rayo de luz para que de pronto recuperase su antiguo repertorio de gestos y maniobras.
En Riazor, el estadio menos propicio para los forasteros, renovó su gusto por la simplicidad, pasó por el césped de puntillas y volvió a encontrar de nuevo el tacto que permite convertir el fútbol en magia y la magia en fútbol.
Una vez más hizo sonar la pelota como si fuese un tambor.
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