A degüello
Apenas abrió su tienda, en Abu Dhabi, se detuvo en la puerta un coche emblemático. Y un tipo arrogante, seguido de sus escoltas y un intérprete, entregó a Ibb Zayet un pliego sellado. El comerciante tomó el documento, con desconfianza. El intérprete le dijo: Es la declaración de guerra; y se la leyó solemnemente. Luego el coche se fue. Ibb Zayet se recogió en un interior de espliego y canela, abrazó a su esposa y sollozó: Estamos en guerra. La mujer se puso a temblar y preguntó que contra quién. Contra todo el Occidente, dicen, aunque ignoro por qué. Sólo me han preguntado por mi hermano Rashid, después de veinte años estercolando una ciudad remota: Boston, creo. Cuando los vecinos se enteraron de que Ibb Zayet estaba en guerra, dejaron de comprarle sus especies.
Banzari el pastor de cabras que habitaba en la soledad de la Anatolia, recibió una fulgurante comitiva diplomática, que le declaró la guerra, en nombre de alguien muy principal del que jamás había oído hablar. Por si acaso, se llevó su rebaño a los pastos altos, y montó el viejo fusil de chispa de su abuelo. No le iban a desollar ni un solo animal. Cuando Fazollah Reza tejía en su taller una alfombra carmesí, con medallones de palmito, para un petrolero de Abadán, le entregaron la declaración de guerra. Y sonrió: una vez quiso irse a Nueva York, donde la vida era más fácil. Pero no perdió el tiempo en evocaciones: metió en el carro lanas, sedas, pelo de camello y telares, y se largó por el camino de la cordillera.
Tres días después, llamaron a la puerta de la tienda de Ibb Zayet y cuando abrió se dio de narices con la poderosa coalición. Una ojiva lanzada desde el cielo hizo fosfatos a Banzari, a sus cabras de Angora y al fusil de chispa. De Fazollah Reza nada se sabe: sólo se rumorea que una división de carros de combate paseó su gran victoria sobre la última alfombra que el hábil artesano tejió con sus propios intestinos y huesos. Horas más tarde, el presidente del planeta anunció que el enemigo había sido aniquilado en todos los frentes. Aquella fue la madre de todas las cruzadas.
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