Premio
La primera impresión que a uno le asalta en el momento de conocer a José Carlos Somoza, o de contemplar uno de los retratos que pueblan las carátulas de sus libros, es que se trata de un topo extraviado, salido por error de su madriguera, de un profesor chiflado de los que realizaban experimentos inútiles en los tebeos de los años cincuenta, o mejor todavía, un intelectual checo de entreguerras, que ha consumido la juventud paseando su nostalgia y su genio por una ciudad llena de soportales. Todas estas impresiones más o menos literarias quedan solapadas en el momento de conversar con él, cuando se imponen su avasalladora simpatía y los melismas de su voz, que sabe medir como un metrónomo para atrapar la atención de quien lo oye. Lo conocí en la última Feria del Libro de Madrid y desde entonces la amistad no me permite colocar junto a su nombre más que buenos adjetivos. Somoza nació en La Habana hace más de 40 años, pero me confiesa que se siente secretamente andaluz. Ha trabajado en Córdoba durante mucho tiempo, su mujer procede de esa ciudad, y le gusta volver a pasearse por los barrios y murallas donde dejó tantos amigos. Quizá su fidelidad a la tierra le ha granjeado un premio andaluz, uno de los pocos cuya importancia le otorga ese título: el Fernando Lara de este año, con una novela que lleva por título Clara y la penumbra. La palabra premio es una de las primeras que afloran a los labios cuando toca hablar de este hombre discreto, que busca penetrar sin demasiado tumulto en los catálogos de récords; un rápido examen a la contraportada de cualquiera de sus obras nos refrenda que pocas de ellas no se encuentran avaladas por un jurado: Silencio de Blanca, de 1996, Premio Sonrisa Vertical; La ventana pintada (1998), Premio Café Gijón; Dafne desvanecida, finalista del Nadal 2000. Pero la que yo prefiero de todas ellas carece precisamente de diploma; se trata de La caverna de las ideas, publicada el año pasado por Alfaguara.
Quien lea la breve sinopsis que de Clara y la penumbra ha dado su autor en las entrevistas posteriores a la concesión del Fernando Lara, podrá abarcar muchas de las claves de la literatura de Somoza. En primer lugar, se trata de una literatura de misterio: como los clásicos ingleses, los ensayistas filósofos y el famoso Edipo de Sófocles, considera que toda escritura tiene por misión elucidar un enigma, rascar la pátina de los sucesos y las cosas para asomarse a lo que guardan en su interior. Pero son novelas de misterio atípicas, más emparentadas con los inicios metafísicos del género que con los posteriores fabricantes de best-sellers para consumo y digestión rápidos. La literatura de misterio parte de la premisa esencial de que el universo es una entidad oscura, ambigua, de la que no podemos fiarnos del todo; necesitamos aplicar todo nuestro talento e inteligencia con el fin de desentrañar su significado. Por eso los grandes detectives son también grandes místicos: Dupin, el padre Brown, Holmes y, cómo no, el Heracles Póntor de José Carlos Somoza. Quienes creemos en una clase mestiza de literatura, a medio camino entre los ateneos y los supermercados, estamos de enhorabuena: como un ángel de la guarda que no duerme, Somoza escribe por todos nosotros.
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