El verano de Stefan Zweig
Antes de las revoluciones, en la antesala de las guerras civiles (es decir, de todas las guerras), así como en los impulsos de los grandes crímenes pasionales, suele hacer acto de presencia una persistente sensación de bochorno. Algunos interpretan esa vergonzante gallardía del termómetro con un idealismo ciertamente encomiable. En 1914, como preludio a la primera guerra llamada mundial, julio se presentó bello y exuberante, auténticamente ideal. No muy diferente fue agosto de 1939 en buena parte de Europa, mientras Hitler engrasaba los panzer. Para el que vivió ambos momentos de esa extraña engañifa climática, sin duda la circunstancia acabó convirtiéndose en inolvidable. Stefan Zweig fue uno de ellos.
Cuenta el escritor austriaco estas paradojas en El mundo de ayer. Memorias de un europeo (El Acantilado/Quaderns Crema). Sin los horrores repetidos de la guerra, Zweig hubiera sido otro de esos escritores de época, un miembro más de la burguesía judía que dio a Viena su esplendor entre guerras y recibió, como premio, la exterminación. La máxima ambición de aquellos cultos y elegantes plumíferos consistía en ser interpretados en el Burgtheater y en ser reconocidos como un igual en cualquiera de los fastuosos y míticos cafés de la época. La vesania paneuropea, sin embargo, llevó al menos a uno de ellos a desligarse de las identidades simples y a preferir una fórmula cualitativa de características explosivas: 'austriaco, judío, escritor, humanista y pacifista'.
Y es que el verano de 1914, en Baden, fue demasiado bonito: 'Un cielo de azul sedoso, día y noche; un aire dulce y sensual; unos prados perfumados y cálidos; unos bosques oscuros y lozanos'. Fue su verano por antonomasia y quizá el sentimiento pacifista naciera, antes que de cualquiera otra consideración sin duda de mayor fundamento ético, de la profunda injusticia que entrañaba renunciar a esos julios perfectos y suavísimos. Después de aquello, nada volvió a ser igual. No sólo la conclusión de las hostilidades dio al traste con el desvencijado imperio austro-hungaro. Los acontecimientos posteriores -la larga preparación de la segunda Guerra- alumbraron otro Zweig, radicalmente distinto del que hizo sus primero pinitos literarios en plena Belle époque. 'Hoy sé que, sin todo aquello que padecí y presentí antes y durante la guerra, hubiera continuado siendo el escritor que era antes de la guerra, 'gratamente emocionado', como se dice en música, pero no cautivado, íntimamente herido, conmocionado hasta el fondo de mi alma'.
El autor de Momentos estelares de la humanidad atesoró desde entonces, como nuevas piezas de su fabulosa colección de autógrafos y reliquias de la historia cultural europea (una página de la libreta de trabajo de Leonardo, unas galeradas de Balzac, una primera versión de El origen de la tragedia de Nietzsche, partituras de Bach, Händel, Brahms, Chopin, Schubert, Mozart...), las ambiguas sensaciones de un continente convulso, de un tiempo aciago, de una patria -Austria, la Paz, el Judaismo- imposible y fragilísima.
Este libro es la crónica de ese sintomático y ejemplar itinerario espiritual, la constatación de que, por usar las palabras del autor, 'por complicado y absurdo que nos parezca nuestro camino y por más que se aleje de nuestros deseos, al final siempre nos lleva a nuestra meta invisible'. Y quién le iba a decir precisamente a Zweig, divulgador de la historia y creador de amables e inteligentes novelas, que su mejor obra sería justamente su propia vida -su propia vida contada-. Y, como epítome de una vida y una obra vividas con intensidad y con lucidez, estas memorias del exilio, la tragedia de la otra Europa.
El mundo de ayer comienza con esta captatio benevolentiae: 'Nunca me he atribuido tanta importancia que me haya sentido tentado de contar a otros la historia de mi vida'. Sin saberlo, Zweig está desentrañando con la ingenuidad de los muy lúcidos el fundamento esencial del memorialismo: ninguna vida es 'importante', ningún hombre es nada, cada uno somos todos. Por eso cada biografía es única y debe contarse así.
Erigiéndose en portavoz de los suyos (es decir, de usted, lector, de mí mismo: de todos), aquel judío austriaco comprendía cabalmente que cada sensación privativa, cada emulsión propiciada por las convulsiones biográficas, es lo que nos separa y al tiempo lo que nos une con el resto de la humanidad. El verano de 1914 -y el de 1939- sin duda fue suave y balsámico para todos -para todos los que no orquestaban la gran tempestad- pero sólo Zweig estuvo allí con la suficiente presencia de espíritu para contárnoslo. Simplemente por eso su historia es irrepetible.
Joan Garí es escritor.
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